"Tristes armas / si no son las palabras": los versos de Miguel Hernández, el poeta español, sugieren la posibilidad de considerar el lenguaje como arma. Ciertamente lo es, pero más en el sentido de ‘medio’, de ‘recurso’, de ‘instrumento’ que en el sentido específico de herramienta ofensiva o defensiva. Visto así, puede decirse que el lenguaje es instrumento para apropiarse del mundo, es un recurso para la articulación de la conciencia y es un medio de comunicación social.
¿Cómo es posible apropiarse del mundo mediante el lenguaje? Martin Heidegger sostenía, poéticamente, una gran verdad filosófica cuando decía que el lenguaje era "la casa del ser". En efecto, puede decirse sin restricciones que el mundo que conocemos, el mundo separado en tales y cuales clases de objetos, sólo existe como tal a partir de la estructuración de la experiencia propuesta por el lenguaje.
Los griegos llamaron logos a esta capacidad para captar la realidad. El logos es, en efecto, la forma fundamental de la actividad cognoscitiva. En el lenguaje, el logos se estructura mediante los significados de los signos lingüísticos, que son conceptos (no aluden a individuos, sino a clases de individuos) elaborados por la razón. Es rasgo característico de la naturaleza del lenguaje que el logos no se haga patente del mismo modo en las diversas lenguas. Cada lengua supone una estructuración arbitraria de la experiencia humana. Los idiomas no sólo se distinguen por simples diferencias sonoras, sino también por distintas organizaciones de significado. Por ello, aprender una lengua es aprender una mentalidad, una forma de interpretar la realidad. Las lenguas, en este sentido, no son nomenclaturas, es decir, nombres para cosas que existen antes que ellas: al contrario, ellas nos dan las cosas. Tanto es así que sólo distinguimos lo que nuestra lengua nos enseña a distinguir. Por ejemplo, para un italohablante no existe diferencia entre sobrino y nieto: una sola palabra, nipote, se aplica a ambas relaciones. Tal diferencia sí la establece el castellano, como lo hacen también otras lenguas.
La ciencia y el lenguaje pueden explicarse como distintas formas de conocer, como distintas formas de asumir el logos. Aristóteles distingue dos tipos de logos: el logos semántico, que corresponde al lenguaje como tal y el logos apofántico, o logos proposicional. El logos semántico corresponde a los significados de los signos lingüísticos, es decir, a los conceptos. Se vincula con el conocimiento primario, intuitivo, anterior a la distinción entre existencia e inexistencia, entre verdad y falsedad, tal como afirma Eugenio Coseriu. Por ello en el lenguaje pueden darse palabras como sirena, lo que no significa que tal objeto exista ni que estemos obligados a hacer desaparecer la palabra por la inexistencia del objeto. Al contrario, el logos proposicional o apofántico corresponde al conocimiento que afirma o niega algo acerca de algo, al conocimiento de la ciencia, la cual sí está limitada por la existencia y la verdad. Debe notarse que el logos apofántico -la ciencia- supone una restricción de las posibilidades del logos semántico -el lenguaje- . En consecuencia, puede decirse que sólo se da el logos apofántico mediante el logos semántico, o lo que es lo mismo, que el lenguaje es base de la ciencia. Sin lenguaje, no hay ciencia o reflexión posible. Por ello, todos deben prestar especial atención al lenguaje. En tanto logos semántico, es decir, saber originario, el lenguaje es el primer conocimiento que adquirimos de las cosas del mundo y es la base en la cual se apoya el conocimiento más elaborado de las diversas disciplinas desarrolladas por el hombre.
En segundo lugar, se debe destacar que el lenguaje es el constructor de la conciencia, pues en el mismo acto simbolizador, conceptualizador, clasificador, la conciencia se articula y se amplía. La función que cumple el lenguaje en la adquisición del mundo interior del individuo es crucial y abarca desde la conceptualización del espacio hasta la organización misma del recuerdo. El proceso adquiere especial intensidad en la literatura: la Vida Nueva, de Dante Alighieri, por ejemplo, reproduce los principales hitos de un proceso de evolución y maduración personales directamente vinculado con la construcción del equilibrio entre experiencia vital y expresión poética. Es notable que, al articular su discurso, Dante introduzca temas que lo trascienden, pero que no le son indiferentes: el ser consecuente en el vivir, el problema de la verdad, las complejas formas de la mentira y el autoengaño. Al final, el resultado no es sólo una sutilísima psicología de la creación, sino más: una profunda ética de la expresión. Lo anterior mueve a plantear la pregunta sobre la cantidad de veces en las que la empresa del vivir no se presenta al hombre sino como un intento de establecer el equilibrio entre experiencia y expresión. Si bien la salud está en la ecuación entre experiencia y expresión, la vida tiende a acrecentar las experiencias, lo que lleva a la necesidad de nuevas expresiones. Y también sucede, a veces, que lo que el hombre dice es más que lo que vive. En este caso, la palabra que sobrepasa a la experiencia puede crear, si se busca la honestidad, la necesidad de que la experiencia alcance el nivel de la palabra.
Por último, y en tercer lugar, el lenguaje es medio de comunicación y, en este sentido, "diálogo" (etimológicamente, ‘a través del logos’). Porque poseen la misma visión del mundo, aprendida mediante el saber originario que es el logos del lenguaje, los hablantes pueden construir una realidad común -una comunidad- mediante el diálogo: no existe el diálogo sin un logos previo. Esta dirección del lenguaje hacia "el otro" -como recuerda Coseriu, los signos lingüísticos, a diferencia de los artísticos no se crean sólo "para que sean", sino "para que sean en una comunidad de hablantes" -refuerza la idea de que el lenguaje es manifestación de una dimensión esencial de lo humano: la dimensión de la alteridad. Somos con los otros. La condición de ser hombre es siempre la del ser-con-los-otros. Aunque obvia, esta dimensión es fundamental. Pensemos un poco: la condición natural de nuestra subjetividad es la soledad. Es una condición radical: existe un núcleo subjetivo en nuestra conciencia al que nadie accede. Y así estaría nuestra conciencia -limitada, oscura, solitaria- si no la pudiéramos objetivar, aunque sea parcialmente, mediante el lenguaje. Lo maravilloso del lenguaje se revela aquí: en su condición de logos intersubjetivo, es decir, en el hecho de ser logos (conocimiento) compartido por varias subjetividades, en el hecho de ser conocimiento entre varios sujetos. Sin dejar de ser mío (porque habita en mi subjetividad), el lenguaje es también de otros (y mora también en sus subjetividades). De esta manera, el lenguaje se convierte en puente y reafirma su condición simbólica (integradora), pues me permite llegar al otro, al prójimo, superando mi soledad radical.
Mediador entre el hombre y el mundo, articulador de la conciencia, base y expresión de la realidad social; símbolo, logos, diálogo. Si es arma –como diría Miguel Hernández–, es, definitivamente, un arma "no triste".
¿Cómo es posible apropiarse del mundo mediante el lenguaje? Martin Heidegger sostenía, poéticamente, una gran verdad filosófica cuando decía que el lenguaje era "la casa del ser". En efecto, puede decirse sin restricciones que el mundo que conocemos, el mundo separado en tales y cuales clases de objetos, sólo existe como tal a partir de la estructuración de la experiencia propuesta por el lenguaje.
Los griegos llamaron logos a esta capacidad para captar la realidad. El logos es, en efecto, la forma fundamental de la actividad cognoscitiva. En el lenguaje, el logos se estructura mediante los significados de los signos lingüísticos, que son conceptos (no aluden a individuos, sino a clases de individuos) elaborados por la razón. Es rasgo característico de la naturaleza del lenguaje que el logos no se haga patente del mismo modo en las diversas lenguas. Cada lengua supone una estructuración arbitraria de la experiencia humana. Los idiomas no sólo se distinguen por simples diferencias sonoras, sino también por distintas organizaciones de significado. Por ello, aprender una lengua es aprender una mentalidad, una forma de interpretar la realidad. Las lenguas, en este sentido, no son nomenclaturas, es decir, nombres para cosas que existen antes que ellas: al contrario, ellas nos dan las cosas. Tanto es así que sólo distinguimos lo que nuestra lengua nos enseña a distinguir. Por ejemplo, para un italohablante no existe diferencia entre sobrino y nieto: una sola palabra, nipote, se aplica a ambas relaciones. Tal diferencia sí la establece el castellano, como lo hacen también otras lenguas.
La ciencia y el lenguaje pueden explicarse como distintas formas de conocer, como distintas formas de asumir el logos. Aristóteles distingue dos tipos de logos: el logos semántico, que corresponde al lenguaje como tal y el logos apofántico, o logos proposicional. El logos semántico corresponde a los significados de los signos lingüísticos, es decir, a los conceptos. Se vincula con el conocimiento primario, intuitivo, anterior a la distinción entre existencia e inexistencia, entre verdad y falsedad, tal como afirma Eugenio Coseriu. Por ello en el lenguaje pueden darse palabras como sirena, lo que no significa que tal objeto exista ni que estemos obligados a hacer desaparecer la palabra por la inexistencia del objeto. Al contrario, el logos proposicional o apofántico corresponde al conocimiento que afirma o niega algo acerca de algo, al conocimiento de la ciencia, la cual sí está limitada por la existencia y la verdad. Debe notarse que el logos apofántico -la ciencia- supone una restricción de las posibilidades del logos semántico -el lenguaje- . En consecuencia, puede decirse que sólo se da el logos apofántico mediante el logos semántico, o lo que es lo mismo, que el lenguaje es base de la ciencia. Sin lenguaje, no hay ciencia o reflexión posible. Por ello, todos deben prestar especial atención al lenguaje. En tanto logos semántico, es decir, saber originario, el lenguaje es el primer conocimiento que adquirimos de las cosas del mundo y es la base en la cual se apoya el conocimiento más elaborado de las diversas disciplinas desarrolladas por el hombre.
En segundo lugar, se debe destacar que el lenguaje es el constructor de la conciencia, pues en el mismo acto simbolizador, conceptualizador, clasificador, la conciencia se articula y se amplía. La función que cumple el lenguaje en la adquisición del mundo interior del individuo es crucial y abarca desde la conceptualización del espacio hasta la organización misma del recuerdo. El proceso adquiere especial intensidad en la literatura: la Vida Nueva, de Dante Alighieri, por ejemplo, reproduce los principales hitos de un proceso de evolución y maduración personales directamente vinculado con la construcción del equilibrio entre experiencia vital y expresión poética. Es notable que, al articular su discurso, Dante introduzca temas que lo trascienden, pero que no le son indiferentes: el ser consecuente en el vivir, el problema de la verdad, las complejas formas de la mentira y el autoengaño. Al final, el resultado no es sólo una sutilísima psicología de la creación, sino más: una profunda ética de la expresión. Lo anterior mueve a plantear la pregunta sobre la cantidad de veces en las que la empresa del vivir no se presenta al hombre sino como un intento de establecer el equilibrio entre experiencia y expresión. Si bien la salud está en la ecuación entre experiencia y expresión, la vida tiende a acrecentar las experiencias, lo que lleva a la necesidad de nuevas expresiones. Y también sucede, a veces, que lo que el hombre dice es más que lo que vive. En este caso, la palabra que sobrepasa a la experiencia puede crear, si se busca la honestidad, la necesidad de que la experiencia alcance el nivel de la palabra.
Por último, y en tercer lugar, el lenguaje es medio de comunicación y, en este sentido, "diálogo" (etimológicamente, ‘a través del logos’). Porque poseen la misma visión del mundo, aprendida mediante el saber originario que es el logos del lenguaje, los hablantes pueden construir una realidad común -una comunidad- mediante el diálogo: no existe el diálogo sin un logos previo. Esta dirección del lenguaje hacia "el otro" -como recuerda Coseriu, los signos lingüísticos, a diferencia de los artísticos no se crean sólo "para que sean", sino "para que sean en una comunidad de hablantes" -refuerza la idea de que el lenguaje es manifestación de una dimensión esencial de lo humano: la dimensión de la alteridad. Somos con los otros. La condición de ser hombre es siempre la del ser-con-los-otros. Aunque obvia, esta dimensión es fundamental. Pensemos un poco: la condición natural de nuestra subjetividad es la soledad. Es una condición radical: existe un núcleo subjetivo en nuestra conciencia al que nadie accede. Y así estaría nuestra conciencia -limitada, oscura, solitaria- si no la pudiéramos objetivar, aunque sea parcialmente, mediante el lenguaje. Lo maravilloso del lenguaje se revela aquí: en su condición de logos intersubjetivo, es decir, en el hecho de ser logos (conocimiento) compartido por varias subjetividades, en el hecho de ser conocimiento entre varios sujetos. Sin dejar de ser mío (porque habita en mi subjetividad), el lenguaje es también de otros (y mora también en sus subjetividades). De esta manera, el lenguaje se convierte en puente y reafirma su condición simbólica (integradora), pues me permite llegar al otro, al prójimo, superando mi soledad radical.
Mediador entre el hombre y el mundo, articulador de la conciencia, base y expresión de la realidad social; símbolo, logos, diálogo. Si es arma –como diría Miguel Hernández–, es, definitivamente, un arma "no triste".
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