LA MASCULINIDAD

Las principales corrientes de investigación acerca de la masculinidad han fallado en el intento de producir una ciencia coherente respecto a ella. Esto no revela tanto el fracaso de los científicos como la imposibilidad de la tarea. La masculinidad no es un objeto coherente acerca del cual se pueda producir una ciencia generalizadora. No obstante, podemos tener conocimiento coherente acerca de los temas surgidos en esos esfuerzos. Si ampliamos nuestro punto de vista, podemos ver la masculinidad, no como un objeto aislado, sino como un aspecto de una estructura mayor. Esto exige la consideración de esa estructura y cómo se ubican en ella las masculinidades. La tarea de este trabajo es establecer un marco basado en el análisis contemporáneo de las relaciones de género. Este brindará una manera de distinguir tipos de masculinidad, y una comprensión de las dinámicas de cambio. Sin embargo, antes debemos aclarar algo. La definición del término básico en discusión nunca ha estado suficientemente clara. Todas las sociedades cuentan con registros culturales de género, pero no todas tienen el concepto masculinidad. En su uso moderno el término asume que la propia conducta es resultado del tipo de persona que se es. Es decir, una persona no-masculina se comportaría diferentemente: sería pacífica en lugar de violenta, conciliatoria en lugar de dominante, casi incapaz de dar un puntapié a una pelota de fútbol, indiferente en la conquista sexual, y así sucesivamente.Esta concepción presupone una creencia en las diferencias individuales y en la acción personal. Pero el concepto es también inherentemente relacional. La masculinidad existe sólo en contraste con la femineidad. Una cultura que no trata a las mujeres y hombres como portadores de tipos de carácter polarizados, por lo menos en principio, no tiene un concepto de masculinidad en el sentido de la cultura moderna europea/americana. La investigación histórica sugiere que aquello fue así en la propia cultura europea antes del siglo dieciocho. Las mujeres fueron ciertamente vistas como diferentes de los hombres, pero en el sentido de seres incompletos o ejemplos inferiores del mismo tipo (por ejemplo, tienen menos facultad de razón). Mujeres y hombres no fueron vistos como portadores de caracteres cualitativamente diferentes; esta concepción también formó parte de la ideología burguesa de las esferas separadas en el siglo diecinueve.1 En cualquier caso, nuestro concepto de masculinidad parece ser un producto histórico bastante reciente, a lo máximo unos cientos de años de antigüedad. Al hablar de masculinidad en sentido absoluto, entonces, estamos haciendo género en una forma culturalmente específica. Se debe tener esto en mente ante cualquiera demanda de haber descubierto verdades transhistóricas acerca de la condición del hombre y de lo masculino. Las definiciones de masculinidad han aceptado en su mayoría como verdadero nuestro punto de vista cultural, pero han adoptado estrategias diferentes para caracterizar el tipo de persona que se considera masculina. Se han seguido cuatro enfoques principales que se distinguen fácilmente en cuanto a su lógica, aunque a menudo se combinan en la práctica. Las definiciones esencialistas usualmente recogen un rasgo que define el núcleo de lo masculino, y le agregan a ello una serie de rasgos de las vidas de los hombres. Freud se sintió atraído por una definición esencialista cuando igualó la masculinidad con la actividad, en contraste a la pasividad femenina -aunque llegó a considerar dicha ecuación como demasiado simplificada. Pareciera que la más curiosa es la idea del sociobiólogo Lionel Tiger de que la verdadera hombría, que subyace en el compromiso masculino y en la guerra, aflora ante "fenómenos duros y difíciles". Muchos fans del rock metálico pesado estarían de acuerdo con esto. La debilidad del enfoque esencialista es obvia: la elección de la esencia es bastante arbitraria. Nada obliga a diferentes esencialistas a estar de acuerdo, y de hecho a menudo no lo están. Las demandas acerca de una base universal de la masculinidad nos dicen más acerca del ethos de quien efectúa tal demanda, que acerca de cualquiera otra cosa. La ciencia social positivista, cuyo ethos da énfasis al hallazgo de los hechos, entrega una definición simple de la masculinidad: lo que los hombres realmente son. Esta definición es la base lógica de las escalas de masculinidad/femineidad (M/F) en psicología, cuyos ítems se validan al mostrar que ellos diferencian estadísticamente entre grupos de hombres y mujeres. Es también la base de esas discusiones etnográficas sobre masculinidad que describen el patrón de vida de los hombres en una cultura dada, y lo que resulte lo denominan modelo de masculinidad. Aquí surgen tres dificultades. Primero, tal como la epistemología moderna lo reconoce, no hay ninguna descripción sin un punto de vista. Las descripciones aparentemente neutrales en las cuales se apoyan las definiciones, están subterráneamente apoyadas en asunciones sobre el género. Resulta demasiado obvio, que para comenzar a confeccionar una escala M/F se debe tener alguna idea de lo que se cuenta o lista cuando se elaboran los ítems. El procedimiento positivista descansa así en las propias tipificaciones que supuestamente están en investigación en la pesquisa de género. Tercero, definir la masculinidad como lo que-los-hombres-empíricamente-son, es tener en mente el uso por el cual llamamos a algunas mujeres masculinas y a algunos hombres femeninos, o a algunas acciones o actitudes masculinas o femeninas, sin considerar a quienes las realizan. Este no es un uso trivial de los términos. Es crucial, por ejemplo, para el pensamiento psicoanalítico sobre las contradicciones dentro de la personalidad. Sin duda, este uso es fundamental para el análisis del género. Si hablamos sólo de diferencias entre los hombres y las mujeres como grupo, no requeriríamos en absoluto los términos masculino y femenino. Podríamos hablar sólo de hombres y mujeres, o varón y hembra. Los términos masculino y femenino apuntan más allá de las diferencias de sexo sobre cómo los hombres difieren entre ellos, y las mujeres entre ellas, en materia de género. Una dificultad más sutil radica en el hecho que una definición puramente normativa no entrega un asidero sobre la masculinidad al nivel de la personalidad. Joseph Pleck señaló correctamente la asunción insostenible de una correspondencia entre rol e identidad. Pienso que esta es la razón por la que muchos teóricos de los roles sexuales a menudo derivan hacia el esencialismo. Los enfoques semióticos abandonan el nivel de la personalidad y definen la masculinidad mediante un sistema de diferencia simbólica en que se contrastan los lugares masculino y femenino. Masculinidad es, en efecto, definida como no-femineidad. Este enfoque sigue la fórmula de la lingüística estructural, donde los elementos del discurso son definidos por sus diferencias entre sí. Se ha usado este enfoque extensamente en los análisis culturales feminista y postestructuralista de género, y en el psicoanálisis y los estudios de simbolismo lacanianos. Ello resulta más productivo que un contraste abstracto de masculinidad y femineidad, del tipo encontrado en las escalas M/F. En la oposición semiótica de masculinidad y femineidad, la masculinidad es el término inadvertido, el lugar de autoridad simbólica. El falo es la propiedad significativa y la femineidad es simbólicamente definida por la carencia. Esta definición de masculinidad ha sido muy efectiva en el análisis cultural. Escapa de la arbitrariedad del esencialismo, y de las paradojas de las definiciones positivistas y normativas. Sin embargo, está limitada en su visión, a menos que se asuma, como lo hacen los teóricos postmodernistas, que ese discurso es todo lo que podemos decir al respecto en el análisis social. Para abarcar la amplia gama de tópicos acerca de la masculinidad, requerimos también de otras formas de expresar las relaciones: lugares con correspondencia de genero en la producción y en el consumo, lugares en instituciones y en ambientes naturales, lugares en las luchas sociales y militares.Lo que se puede generalizar es el principio de conexión.La idea de que un símbolo puede ser entendido solo dentro de un sistema conectado de símbolos aplica igualmente bien en otras esferas. Ninguna masculinidad surge, excepto en un sistema de relaciones de género. En lugar de intentar definir la masculinidad como un objeto (un carácter de tipo natural, una conducta promedio, una norma), necesitamos centrarnos en los procesos y relaciones por medio de los cuales los hombres y mujeres llevan vidas imbuidas en el género. La masculinidad, si se puede definir brevemente, es al mismo tiempo la posición en las relaciones de género, las prácticas por las cuales los hombres y mujeres se comprometen con esa posición de género, y los efectos de estas prácticas en la experiencia corporal, en la personalidad y en la cultura. El género es una forma de ordenamiento de la práctica social. En los procesos de género, la vida cotidiana está organizada en torno al escenario reproductivo, definido por las estructuras corporales y por los procesos de reproducción humana. Este escenario incluye el despertar sexual y la relación sexual, el parto y el cuidado del niño, las diferencias y similitudes sexuales corporales. Denominaremos a esto un "escenario reproductivo" y no una "base biológica" para enfatizar que nos estamos refiriendo a un proceso histórico que involucra el cuerpo, y no a un conjunto fijo de determinantes biológicas. El género es una práctica social que constantemente se refiere a los cuerpos y a lo que los cuerpos hacen, pero no es una práctica social reducida al cuerpo. Sin duda el reduccionismo presenta el reverso exacto de la situación real. El género existe precisamente en la medida que la biología no determina lo social. Marca uno de esos puntos de transición donde el proceso histórico reemplaza la evolución biológica como la forma de cambio. El género es un escándalo, un ultraje, desde el punto de vista del esencialismo. Los sociobiólogos tratan constantemente de abolirlo, probando que los arreglos sociales humanos son un reflejo de imperativos evolutivos. La práctica social es creadora e inventiva, pero no autónoma. Responde a situaciones particulares y se genera dentro de estructuras definidas de relaciones sociales. Las relaciones de género, las relaciones entre personas y grupos organizados en el escenario reproductivo, forman una de las estructuras principales de todas las sociedades documentadas. La práctica que se relaciona con esta estructura, generada al atarse personas y grupos con sus situaciones históricas, no consiste en actos aislados. Las acciones se configuran en unidades mayores, y cuando hablamos de masculinidad y femineidad estamos nombrando configuraciones de prácticas de género. Configuración es quizás un término demasiado estático. Lo importante es el proceso de configurar prácticas (Jean-Paúl Sartre habla en Search for a Method de la "unificación de los medios en acción"). Al adoptar una visión dinámica de la organización de la práctica, llegamos a una comprensión de la masculinidad y de la femineidad como proyectos de género. Estos son procesos de configuración de la práctica a través del tiempo, que transforman sus puntos de partida en las estructuras de género.Encontramos la configuración genérica de la práctica en cualquier forma que dividamos el mundo social y en cualquiera unidad de análisis que seleccionemos. La más conocida es la vida individual, base de las nociones del sentido común de masculinidad y femineidad. La configuración de la práctica es aquí lo que los psicólogos hemos llamado tradicionalmente "personalidad" o "carácter". Tal enfoque es responsable de exagerar la coherencia de la práctica que se puede alcanzar en cualquier lugar. No es sorprendente por lo tanto que el psicoanálisis, que originalmente enfatizaba la contradicción, derivara hacia el concepto de identidad. Los críticos post-estructuralistas de la psicología, tales como Wendy Hollway, han puesto énfasis en el hecho que las identidades de género se fracturan y cambian porque múltiples discursos intersectan cualquier vida individual (Hollway, 1984). Este argumento destaca otro plano: el discurso, la ideología o la cultura. En este caso el género se organiza en prácticas simbólicas que pueden permanecer por más tiempo que la vida individual (la construcción de masculinidades heroicas en la épica; la construcción de disforias de género o las perversiones en la teoría médica). Por otra parte, la ciencia social ha llegado a reconocer un tercer plano de configuración de género en instituciones tales como el Estado, el lugar de trabajo y la escuela. Muchos hallan difícil de aceptar que las instituciones estén sustantivamente provistas de género, no sólo metafóricamente. Esto es, sin embargo, un punto clave. El Estado, por ejemplo, es una institución masculina. Decir esto no significa que las personalidades de los ejecutivos varones de algún modo se filtren y dañen la institución. Es decir algo mucho más fuerte: que las prácticas organizacionales del Estado están estructuradas en relación al escenario reproductivo. La aplastante mayoría de los cargos de responsabilidad son ejercidos por hombres porque existe una configuración de género en la contratación y promoción, en la división interna del trabajo y en los sistemas de control, en la formulación de políticas, en las rutinas prácticas, y en las maneras de movilizar el placer y el consentimiento (Franzway et al. 1989; Grant y Tancred, 1992). La estructuración genérica de la práctica no tiene nada que hacer con la reproducción en lo biológico. El nexo con el escenario reproductivo es social. Esto queda claro cuando se lo desafía. Un ejemplo es la lucha reciente dentro del Estado contra los homosexuales en el ejército, es decir, las reglas excluyen a soldados y marineros a causa del género de su opción sexual. En Estados Unidos, donde esta lucha ha sido más severa, los críticos argumentaron en términos de libertades civiles y eficacia militar, señalando que en efecto la opción sexual tiene poco que ver con la capacidad para matar. Los almirantes y generales defendieron el statu quo con una variedad de motivos falsos. La razón no reconocida era la importancia cultural de una definición particular de masculinidad para mantener la frágil cohesión de las fuerzas arma. Requerimos entonces un modelo de la estructura de género con, por lo menos, tres dimensiones, que diferencie relaciones de a) poder, b) producción y c) vínculo emocional. a) Relaciones de poder. El eje principal del poder en el sistema del género occidental contemporáneo es la subordinación general de las mujeres y la dominación de los hombres -estructura que la Liberación de la Mujer denominó patriarcado. Esta estructura general existe a pesar de muchas reversiones locales (las mujeres jefas de hogar, las profesoras mujeres con estudiantes varones). Persiste a pesar de las resistencias de diversa índole que ahora articula el feminismo y que representan continuas dificultades para el poder patriarcal. Ellas definen un problema de legitimidad que tiene gran importancia para la política de la masculinidad. b) Relaciones de producción. Las divisiones genéricas del trabajo son conocidas en la forma de asignación de tareas, alcanzando a veces detalles extremadamente finos. Se debe dar igual atención a las consecuencias económicas de la división genérica del trabajo, al dividendo acumulado para los hombres, resultante del reparto desigual de los productos del trabajo social. Esto se discute más a menudo en términos de discriminación salarial, pero se debe considerar también el carácter de género del capital. Una economía capitalista que trabaja mediante una división por género del trabajo, es, necesariamente, un proceso de acumulación de género. De esta forma, no es un accidente estadístico, sino parte de la construcción social de la masculinidad, que sean hombres y no mujeres quienes controlan las principales corporaciones y las grandes fortunas privadas. Poco creíble como suena, la acumulación de la riqueza ha llegado a estar firmemente unida al terreno reproductivo, mediante las relaciones sociales de género. c) Vinculo emocional. El deseo sexual es visto como natural tan a menudo, que normalmente se lo excluye de la teoría social. No obstante, cuando consideramos el deseo en términos freudianos, como energía emocional ligada a un objeto, su carácter genérico es claro. Esto es válido tanto para el deseo heterosexual como para el homosexual. Las prácticas que dan forma y actualizan el deseo son así un aspecto del orden genérico. En este sentido, podemos formular interrogantes políticas acerca de las relaciones involucradas: si ellas son consensuales o coercitivas, si el placer es igualmente dado y recibido. En los análisis feministas de la sexualidad, éstas han llegado a ser agudas preguntas acerca de la conexión de la heterosexualidad con la posición de dominación social de los hombres. Este boceto de tendencias de crisis es un apretado resumen sobre un asunto amplio, pero quizás basta para mostrar los cambios en las masculinidades, sobre su verdadera perspectiva. El telón de fondo es mucho más vasto que las imágenes de un rol sexual masculino moderno o de lo que implica la renovación de lo masculino profundo. Involucra la economía, el Estado y relaciones globales, así como los hogares y las relaciones personales. Las profundas transformaciones ocurridas en las relaciones de género en el mundo, producen a su vez cambios ferozmente complejos en las condiciones de la práctica a la que deben adherir tanto hombres como mujeres. Nadie es un espectador inocente en este escenario de cambio. Estamos todos comprometidos en construir un mundo de relaciones de género. Cómo se hace, qué estrategias adoptan grupos diferentes, y con qué efectos son asuntos políticos. Los hombres, tanto como las mujeres, están encadenados a los modelos de género que han heredado. Además, los hombres pueden realizar opciones políticas para un mundo nuevo de relaciones de género. No obstante, esas opciones se realizan siempre en circunstancias sociales concretas, lo cual limita lo que se puede intentar; y los resultados no son fácilmente controlables.

La conciencia podría estar alojada fuera del cerebro

La conciencia podría estar alojada fuera del cerebro

Una nueva hipótesis establece que la actividad neuronal no es posible sin una prótesis cultural


La década del cerebro, transcurrida en los últimos diez años del siglo XX, no logró explicar los mecanismos neuronales del pensamiento y de la conciencia. Pero puede que los neurobiólogos estén buscando en la estructura funcional del cerebro humano algo, la conciencia, que podría encontrarse en otra parte. Se ha hablado de los diferentes sistemas cerebrales: el sistema reptílico, el sistema límbico y el neocórtex. Creo que podemos agregar un cuarto nivel: el exocerebro. Importantes deficiencias del sistema humano de codificación y clasificación, auspiciaron probablemente en ciertos homínidos su substitución por la actividad de otras regiones cerebrales estrechamente ligadas a sistemas culturales, lo que significaría que la actividad neuronal no es posible sin la prótesis cultural correspondiente. Mi hipótesis supone que ciertas regiones del cerebro humano adquieren genéticamente una dependencia neurofisiológica del sistema simbólico de sustitución. Este sistema, obviamente, se trasmite por mecanismos culturales y sociales. Por Roger Bartra.



La conciencia podría estar alojada fuera del cerebro
A principios del tercer milenio el cerebro humano sigue siendo un órgano oculto que se resiste a rendir sus secretos. Los científicos todavía no han logrado entender los mecanismos neuronales que sustentan el pensamiento y la conciencia. Una gran parte de estas funciones ocurre en la corteza cerebral, un tejido que parece la cáscara de un enorme fruto, una papaya por ejemplo, que hubiese sido estrujada y arrugada al introducirla en nuestro cráneo.

Me gustaría extraer esta corteza para, al desplegar su surcos, extenderla como un pañuelo en el escritorio frente a mí, con el propósito de escudriñar su textura. Si pudiese hacerlo tendría ahora bajo mis ojos un hermoso paño gris de unos dos o tres palmos de ancho. Mi mirada podría recorrer la delgada superficie para buscar señales que me permitirían descifrar el misterio escondido en la red que conecta a miles de millones de neuronas.

Algo similar es lo que han logrado hacer los neurobiólogos. Gracias al refinamiento de nuevas técnicas de observación del sistema nervioso (como las tomografías de emisión positrónica y las imágenes de resonancia magnética funcional) los científicos avanzaron en el estudio de las funciones cerebrales.

En su euforia bautizaron los últimos diez años del siglo XX como la década del cerebro, y muchos creyeron que estaban muy cerca de la solución de uno de los más grandes misterios con los que se enfrenta la ciencia. Sin embargo, aunque desplegaron ante nuestros ojos coloridas imágenes del maravilloso paisaje interior del cerebro, no lograron explicar los mecanismos neuronales del pensamiento y de la conciencia.

¿Mal congénito?

En cierta manera los científicos abordaron el problema de la conciencia humana como lo hicieron los naturalistas del siglo XVIII, que buscaban al hombre en estado de naturaleza con el objeto de comprender la esencia desnuda de lo humano, despojado de toda la artificialidad que lo oculta. ¿Es la cultura responsable de la violencia y la corrupción que dominan a los hombres? ¿O hay un mal congénito impreso en la naturaleza misma del hombre?

Para desentrañar el misterio de la conciencia humana, la neurología también ha intentado buscar los resortes biológicos naturales de la mente en el funcionamiento del sistema nervioso central. Se ha querido desembarazar al cerebro de las vestiduras artificiales y subjetivas que lo envuelven, para intentar responder a la pregunta: ¿la conciencia, el lenguaje y la inteligencia son un fruto de la cultura o están estampados genéticamente en los circuitos neuronales?

Sabemos desde hace tiempo que el hombre en estado de naturaleza no existió más que en la imaginación de los filósofos y naturalistas ilustrados. Y podemos sospechar que el hombre neuronal desnudo tampoco existe: un cerebro humano en estado de naturaleza es una ficción. Es comprensible y muy positivo que desde el principio la década del cerebro quedase marcada por un fuerte rechazo del dualismo cartesiano. Gerald Edelman, uno de los más inteligentes neurocientíficos actuales, abre su libro sobre el tema de la mente con una crítica a la idea de una sustancia pensante (res cogitans) separada del cuerpo, formulada por Descartes. Pero el asunto se enturbió cuando el rechazo a las sustancias pensantes metafísicas se convirtió en una ceguera ante los procesos culturales y sociales, que son ciertamente extraacorpóreos.

Con esta inquietud en la mente, al finalizar la década del cerebro leí el inteligente balance hecho por Stevan Hartad (“No easy way out”) de los intentos por desvelar el misterio de la conciencia y de las funciones mentales complejas. De este trabajo se desprende que la década del cerebro avanzó en la explicación de algunos aspectos del funcionamiento neuronal, pero dejó en la oscuridad el problema de la conciencia.

Este balance me estimuló poderosamente, y me hizo pensar que la neurobiología había hecho a un lado aspectos fundamentales sin los cuales parecería difícil avanzar.

La conciencia en otra parte

Mi primera impresión fue la siguiente: los neurobiólogos están buscando desesperadamente en la estructura funcional del cerebro humano algo, la conciencia, que podría encontrarse en otra parte. Quiero recordar que uso el término conciencia para referirme a la autoconciencia o conciencia de ser consciente. Ante esta búsqueda supuse que un médico renacentista pensaría que el sentimiento de constituir una partícula individual única podría ser parte de la angustia producida por una función defectuosa de los impulsos neumáticos en los ventrículos cerebrales que impediría comprender el lugar del hombre en la Creación. La conciencia no solamente radicaría en el funcionamiento del cerebro, sino además (y acaso principalmente) en el sufrimiento de una disfunción.

Se dice que un motor o una máquina neumática (como el cerebro en que pensaba la medicina galénica, animado por el pneuma) “sufre” cuando se aplica a una tarea superior a sus fuerzas. El resultado es que se para. Como experimento mental, supongamos que ese motor neumático es un “cerebro en estado de naturaleza” enfrentado a resolver un problema que está más allá de su capacidad. Este motor neumático está sometido a un “sufrimiento”.

Ahora supongamos que este cerebro neumático abandona su estado de naturaleza, y no se apaga ni se para como le ocurriría a un motor limitado a usar únicamente sus recursos “naturales”. En lugar de detenerse y quedarse estacionado en su condición natural, este hipotético motor neuronal genera una prótesis mental para sobrevivir a pesar del intenso sufrimiento. Esta prótesis ni tiene un carácter somático, pero sustituye las funciones somáticas debilitadas.

Hay que señalar de inmediato que es necesario reprimir los impulsos cartesianos de un médico del siglo XVII: estas prótesis extrasomáticas no son sustancias pensantes apartadas del cuerpo, ni energías sobrenaturales y metafísicas, ni programas informáticos que pueden separarse del cuerpo como la sonrisa de Cheshire. La prótesis es en realidad una red cultural y social de mecanismos extrasomáticos estrechamente vinculada al cerebro. Por supuesto, esta búsqueda debe tratar de encontrar algunos mecanismos cerebrales que puedan conectarse con los elementos extracorporales.

Prótesis cultural

Regresemos a nuestro experimento mental. Tendremos que tratar de explicar por qué un ser humano (o protohumano) enfrentado a un importante reto –como puede ser un cambio de hábita-, y al sentir por ello un agudo sufrimiento, a diferencia de lo que le ocurriría a un motor (o a una mosca), genera una poderosa conciencia individual en lugar de quedar paralizado o muerto.

En su origen esta conciencia es una prótesis cultural (de manera principal el habla y el uso de símbolos) que, asociada al empleo de herramientas, permite la sobrevivencia en un mundo que se ha vuelto excesivamente hostil y difícil. Los circuitos de las emociones angustiosas generadas por la dificultad de sobrevivir pasan por los espacios extrasomáticos de las prótesis culturales, pero los circuitos neuronales a los que se conectan se percatan de la “exterioridad” o “extrañeza” de estos canales simbólicos y lingüísticos. Hay que subrayar que, vista desde esta perspectiva, la conciencia no radica en el percatarse de que hay un mundo exterior (un hábitat), sino en que una porción de ese contorno externo “funciona” como si fuese parte de los circuitos neuronales.

Para decirlo de otra manera: la incapacidad y disfuncionalidad del circuito somático cerebral son compensadas por funcionalidades y capacidades de índole cultural. El misterio se halla en que el circuito neuronal es sensible al hecho de que es incompleto y de que necesita de un suplemento externo. Esta sensibilidad es parte de la conciencia.

Uno de los mejores investigadores reseñados por Hartad, Antonio Damasio, insiste en la división entre el medio interior, precursor del yo individual, y su contorno exterior. Es posible que esta creencia, profundamente arraigada entre los neurobiólogos, sea un obstáculo para avanzar en la comprensión de las bases fisiológicas de la conciencia humana.

Circuitos externos

Consideremos una idea diferente: la conciencia surgiría de la capacidad cerebral de reconocer la continuación de un proceso interno en circuitos externos ubicados en el contorno. Es como si una parte del metabolismo digestivo y sanguíneo ocurriese artificialmente fuera de nosotros. Podríamos contemplar, plastificadas, nuestras tripas y nuestras venas enganchadas a un sistema portátil de prótesis impulsadas por sistemas cibernéticos programados.

Esto ocurre en los cyborgs de la ciencia-ficción y en los experimentos realizados en primates, los cuales, gracias a un electrodo implantado, han logrado controlar mentalmente una conexión cerebro-máquina para mover a distancia un brazo robot. En cambio, estamos acostumbrados a estar rodeados de prótesis que nos ayudan a memorizar, a calcular e incluso a codificar nuestras emociones.

Al respecto, otro de los libros con que se cierra la década del cerebro, del filósofo Colin McGinn, usa una imagen que me parece muy importante, aunque la desaprovecha lamentablemente. En su argumentación para demostrar que el cerebro humano es incapaz de encontrar una solución al problema de la conciencia, McGinn imagina un organismo cuyo cerebro, en lugar de estar oculto dentro del cráneo, está distribuido fuera de su cuerpo como una piel.

Se trata del exocerebro, similar al exoesqueleto de los insectos o de los crustáceos. El hecho de que esté expuesto al exterior no hace que este pellejo pensante sea más fácil de entender cuando, por ejemplo, este organismo tiene la experiencia del rojo.

El carácter “privado” de la conciencia, dice McGinn, no tiene nada que ver con el hecho de que nuestro cerebro se encuentra oculto: la experiencia del color rojo en todos los casos se encuentra enterrada en una interioridad completamente inaccesible. El error de McGinn consiste en creer que la conciencia está sepultada en la interioridad.

Exocerebro cultural

Si suponemos que la extraña criatura dotada de una epidermis neuronal es capaz de colorear su vientre cuando piensa en rojo, y otros organismos de la misma especie lo pueden contemplar e identificar, entonces nos acercamos a nuestra realidad: el exocerebro cultural del que estamos dotados realmente se pone rojo cuando dibujamos nuestras experiencias con tintas y pinturas de ese color.

Hay que decir que la idea de un cerebro externo fue esbozada originalmente por Santiago Ramón y Cajal, quien al comprobar la extraordinaria y precisa selectividad de las redes neuronales en la retina, consideró a éstas como un cerebro simple, colocado fuera del cráneo.

Yo quiero recuperar la imagen del exocerebro para aludir a los circuitos extrasomáticos de carácter simbólico. Se ha hablado de los diferentes sistemas cerebrales: el sistema reptílico, el sistema límbico y el neocórtex. (El autor se refiere a las ideas de Paul D. McLean, A triune concep of brain and behaviour. Se refiere a tres tipos de cerebro: reptílico, paleomamífero y neomamífero). Creo que podemos agregar un cuarto nivel: el exocerebro.

Para explicar y complementar la idea, me gustaría hacer aquí un paralelismo inspirado en la ingeniería biomédica, que construye sistemas de sustitución sensorial para ciegos, sordos y otros discapacitados. La plasticidad neuronal permite que el cerebro se adapte y construya en diferentes áreas los circuitos que funcionan con deficiencias.

Si trasladamos al exocerebro este enfoque, podemos suponer que importantes deficiencias o carencias del sistema de codificación y clasificación, surgidas a raíz de un cambio ambiental o de mutaciones que afectan seriamente algunos sentidos (olfato, oído), auspiciaron en ciertos homínidos su substitución por la actividad de otras regiones cerebrales (áreas de Broca y Wernicke) estrechamente ligadas a sistemas culturales de codificación simbólica y lingüística.

La nueva condición presenta un problema: la actividad neuronal sustitutiva no se entiende sin la prótesis cultural correspondiente. Esta prótesis puede definirse como un sistema simbólico de sustitución que tendría su origen en un conjunto de mecanismos compensatorios que remplazan a aquellos que se han deteriorado o que sufren deficiencias ante un medio ambiente muy distinto.

Mi hipótesis supone que ciertas regiones del cerebro humano adquieren genéticamente una dependencia neurofisiológica del sistema simbólico de sustitución. Este sistema, obviamente, se trasmite por mecanismos culturales y sociales. Es como si el cerebro necesitase la energía de circuitos externos para sintetizar y degradar sustancias simbólicas e imaginarias, en un peculiar proceso anabólico y catabólico.

estetica y politica

El abismo estético y la condición política



1. Estética y política: enunciados en relación. ( Antecedentes preliminares)
2. Crisis de la soberanía verbal: la escritura como ethos lúdico y experimental.
( Conclusiones)


1. Decir lo estético y decir lo político, en sociedad, evidencia ya una alteridad de semblante. Ambos impulsos adquieren forma a partir del resultado de la multiplicidad de la praxis humana representadas por el lenguaje; arte y realidad como enunciados que se han inscrito en el devenir histórico y han de igual manera devenido a través de las significaciones que la historicidad les ha otorgado. Materias de enunciación, para sí, heterogéneas, polifónicas, multiformes, que emergen ( necesariamente) y reflejan ( concretamente ) experiencias individuales y sociales complejas y disímiles.

Cada efecto de lenguaje piensa al otro (en la diferencia) desde su trinchera edificada ideológicamente. Y en ese entrecruce, hay diálogos efectivos, incidencias, afectaciones, trasvasijes, repulsiones, oposición. Cada esfera manteniendo a la otra en una autonomía –economía que traza su entramado, economía de la defensa, economía de la entrega, dispositivos particulares de articulación y desarticulación; éticas y estéticas en evoluciones y fijaciones, en muertes y re-nacimientos. Arte y realidad son ambas economías de lenguaje; organismos heredados, mantenidos y recreados por, para y en el sujeto ( social).

Lo estético y lo político están virtualmente inmersos en aquello “inanticipable” que es el real. Decodificaciones creadas ( culturalmente), recreadas ( culturalmente) y a su vez imaginadas ( culturalmente), desde donde se alcanza cierta obsesión y sensación de algo como “aquello social.” Son lo político y lo estético, formas que se relacionan (mediatizadamente) con algo como “el acontecer,” afrontadas, confrontadas, cuestionadas, significadas y re-significadas durante siglos de pensamiento teórico desde lo estético y desde lo político.

Para ser más precisos en ese acontecer; las siempre posteriores lecturas fenomenológicas que han hecho los hijos del Marxismo sobre las exégesis del social, han invadido el arte para significarlo axiológicamente como fenómeno de conocimiento y como hecho social.
La estética marxista emerge con el peso de su incidencia en lo político a partir del supuesto fenómeno de la sociedad burguesa. Desde ese punto de llegada se produce el momento adecuado para sostener la cuestionada energía social del arte:

“ Al liberarse de las exigencias práctico-utilitarias del trabajo que crea valores de uso, o, sustraerse a la leyes de la producción capitalista, que tiende sobre todo a la creación de valores de cambio, el arte- como verdadero trabajo concreto_ permite al hombre desplegar en su plenitud y riqueza su potencialidad creadora y, en este sentido, incluso en un mundo enajenado, es una de las formas más altas de objetivación, expresión y comunicación. Así, pues, esta idea del hombre y del trabajo_ que Marx no abandona nunca_ permite situar al arte como una forma específica de producción de praxis humana.[1]

En las sociedades capitalistas el arte se ve enfrentado duramente a un núcleo de conflicto significativo que se relaciona con su autodefinición; con la demanda del “deber ser” y sobre todo, el cómo en el fenómeno de su reproductividad. Es a partir de lo anterior que las preocupaciones de la sociología, en ese momento, de la cultural, en voz de Pierre Bourdieu[2] y de Raymond Williams[3] puso oído y denotó que el arte no es incauto, éste crea relaciones sociales, también de producción y también de consumo. Así lo simbólico y lo económico se articulan complejamente, en una sociedad estructurada en clases.

En el ámbito a menudo problemático de la autodefinición y, en consecuencia, de la autodeterminación de lo estético, ya Lukács, involucra al arte en una noción realista y ausente de misticismo sentimental en que el arte “debe,” forzosamente, evidenciar las contradicciones profundas de la realidad a través de mecanismos sistémicos que representen aquella realidad, considerando que lo real, es también estructura, esto es, el arte debe ir a lo social y alimentarse de materia, para luego, representar las relaciones presentes al interior de la profundidad esencial de esa realidad. El arte, entonces deja su niñez e ingresa en la entelequia de la realidad:

“ Las cosas están ahora frente a una luz clara, viva, para muchos también cruda y fría. Esta luz ha sido traída desde el marxismo, que tomando todos los fenómenos en sus raíces materiales, en su conexión histórica, reconociendo las leyes de su desenvolvimiento y demostrándolas desde sus primeras raíces hasta su florescencia, disipa de cada fenómeno esa niebla irracional y mística que expresa un estado de ánimo puramente sentimental”[4]

Es así, que lo estético va mutando en sus incesantes reformulaciones, acercándose a la idea de realidad desde donde emerge en su experimentación, redefiniéndose a partir de lo político en el cruce de las nuevas exigencias que ese social demanda. Sin embargo, el arte y su grado de inefabilidad, continua debatiéndose al interior de su relación con lo político, en la encrucijada de lo propiamente humano; en el tejido profundo de “su deseo.”

Prontamente, lo estético se desprende así, no sin duelo, de las consideraciones más aureáticas y cultistas de su objeto luctuoso, diría Walter Benjamín,[5] para ingresar en la historia y en sus máquinas ( y maquinaciones). En este punto el arte se instala en un campo histórico, político y social que lo resemantiza y le cuestiona fuertemente su autodefinición. Se llega así hasta la debelación e interpretación cruda del arte masificado en una sociedad capitalista, en que al respecto, Deleuze y Guattari enuncian la tormentosa perversión del arte y la dislocación de las disciplinas del conocimiento humano en las sociedades modernas:
“¿ Por qué esta invocación del arte y de la ciencia en un mundo en que los sabios y los técnicos, incluso los artistas, la ciencia y el arte mismo están de un modo tan agudizado al servicio de las soberanías establecidas ( aunque sólo sea por las estructuras de financiación?). Ocurre que el arte, desde que alcanza su propia grandeza, su propia genialidad, crea cadenas de descodificación y de desterritorialización que instauran, que hacen funcionar máquinas deseantes.[6]

El arte hace funcionar mecanismos sociales al interior del sujeto. Los mecanismos sociales dirigen en alguna y gran medida también lo estético. Lo cierto, es que todo arte se crea, construye y produce desde la misma construcción social que crea, construye y produce al sujeto y, por tanto, su objeto de arte. Entender ese movimiento es entender un nexo entre lo estético y lo político. El arte se alimenta, succiona, traga de una realidad también alimentada de imaginarios sociales e individuales. El sujeto creado por lo social crea su objeto de arte y el objeto de arte crea sujetos para esos objetos. El arte crea relaciones sociales; ahí no hay ya inocencia auriática.

Aparece problematizada, entonces, la autonomía del arte, que Theodor W. Adorno[7] defiende como una “verdad irrevocable.” Esa autonomía en donde el arte se torna incierto, y en donde también se encuentra la energía de la vinculación con “ las cambiantes constelaciones históricas,” desde donde el arte “ extrae su concepto.” En este sentido, el arte se aprecia en su doble articulación; vinculado, también, irrevocablemente a la realidad histórica, evidencia un “lugar otro,” un topoi estético, a través de un “lenguaje otro,” buscando siempre una identidad en sí mismo.

Es así como el arte también se expresa en vistas de un “para nosotros,” como la puesta en abismo desde la mirada oficial. El objeto de arte “produce,” evidentemente, pero también juega ( vitalmente), instalado en un lugar también complejo de la construcción social y realiza su juego, como “fait social”, haciendo de lo político, un “lugar otro,” “ sobre todo por su oposición a la sociedad, oposición que adquiere sólo cuando se hace autónomo.”[8]

El arte y su oposición a lo social es una acción política que crea objetos de arte políticos. Esos objetos mismos son el rechazo a los lenguajes centrales, instalados en las soberanías de cualquier poder, sobre todo cuando ese objeto de oposición, implica esencialmente, la transformación del lenguaje. En torno a ese tema, aparece casi como un imperativo, la transformación de la naturaleza del lenguaje dada la crisis de la representación, según Benjamín.

Todo cambio en las estructuras sociales y políticas se inicia con un trasladar los lenguajes de lugar. Significar aquello que no ha sido significado, recobrar los lugares que han sido ocultados o reprimidos, liberar al lenguaje de sus propias fronteras de poder, encausar y legitimar otros deseos, alterar lo alto por lo bajo, poner oído a esos lenguajes inaceptables, parodiar, alegorizar, ironizar, el lenguaje del presente, el lenguaje del pasado, el lenguaje del tiempo y de la historia.

Estas acciones han energizado los relatos humanos, sin embargo, incluso desde la mirada misma de lo estético no han sido del todo bienvenidas. La transfiguración del lenguaje implica una posición de enunciación e irradiación peligrosa, en cuanto subversión de los órdenes de la misma realidad cultural. En este sentido, el teórico Ruso Mijail Bajtin,[9] elaboró al respecto una interpretación acerca de la alteración del lenguaje en el ámbito de lo carnavalesco, situándose en Edad Media y el Renacimiento y cómo aquella transformación se oponía profundamente, en sus características particulares y excéntricas a la oficialidad del mundo. Esa alteración de la forma canónica de la cultura crea el punto de fuga hacia aquello reprimido y reprimible por las estructuras de poder. Un arte de “lo bajo”, del cuerpo y sus fluidos, siempre demasiado subterráneo y clandestino.




En este sentido, se convierte también en la estética que se afana en la búsqueda del sujeto común y sus enunciados. Superpone en el lugar del arte canónico las visiones no reformuladas, ni filosóficas, ni cognitivas, ni forzosamente metaforizadas de la realidad, expone una exposición cultural “otra,” experimentada por y desde el sujeto hablante, desde un cuerpo individual pero a la vez social, instalado en su fisura profunda, en su deseo, en la indeterminación del tiempo histórico, en el mapa donde ese sujeto camina, se detiene, cae o se pone de pie.

[1] Sánchez Vásquez Adolfo. Estética y Marxismo. Ediciones Era. México, 1970, página 24.
[2] Bourdieu Pierre. La sociología de la cultura.
[3] Raymond, Williams. Sociología de la comunicación y del arte. Piados, Barcelona, 1982. 231p.
[4] Lukacs, Georg. Ensayos sobre el realismo. Siglo veinte, Buenos Aires, 1965. 359 p.
[5] Benjamín, Walter. “La obra de arte en la época de su reproductividad técnica.”
[6] Deleuze, Gilles / Guattari, Félix. El antiedipo, Capitalismo y esquizofrenia. Piadós, Barcelona, 1985, página 379.
[7] Adorno, W. Theodor. Teoría Estética. Taurus, Madrid, 1980, 479 p.
[8] Idem, página 296.
[9] Bajtin, Mijail. La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de Francois Rabelais. Alianza, Madrid,1989, 431p.

una nuevo sujeto ,un nuevo objeto

Discurso de objeto y discurso de sujeto


El discurso de objeto, más típico de las ciencias formales y las naturales, recorta esencias, mientras que el discurso de sujeto, más propio de las ciencias culturales, explora complejidades. Ambos discursos tienen sus limitaciones para dar cuenta acabada de su objeto de conocimiento, pero también tienen sus ventajas porque permiten la transformación de dicho referente.

"La palabra le fue dada al hombre para encubrir su pensamiento. "
Talleyrand

Cuando intentamos definir "hombre" como animal racional, estamos dando indudablemente una definición inequívoca, precisa: sabemos que hay cosas que son solamente animales (una jirafa), y cosas que son solamente racionales (una computadora), pero algo que sea al mismo tiempo animal y racional... es solamente el hombre.
Desde ya, no es esta la única manera de definir al hombre. También podríamos definirlo como un bípedo capaz de reír: bípedos hay muchos (una gallina, por ejemplo), y hay también cosas que se ríen (como por ejemplo la maquinita que reproduce el sonido de una risa, o una hiena). Pero solamente el hombre reúne ambas características: pararse en dos piernas y reír.
Con estos mismo criterios, también podemos definir al hombre como un bípedo implume, por ser el único ser que camina en dos extremidades y no tiene plumas, con lo cual nunca habremos de confundir al hombre con un avestruz. Sin embargo...
Se cuenta que los sucesores de Platón en la Academia de Atenas "dedicaron mucho tiempo y meditación al problema de definir la palabra 'hombre'. Finalmente decidieron que significaba 'bípedo implume'. Estaban muy satisfechos de esta definición hasta que Diógenes desplumó un pollo y lo arrojó dentro de la Academia por encima de la muralla. Era indudable que se trataba de un bípedo implume, pero era también indudable que no se trataba de un hombre" (1).
En este punto nos preguntamos: ¿alcanza cualquiera de estas definiciones para dar cuenta íntegramente de toda la complejidad del hombre, o si se quiere de la naturaleza humana? La historia nos dice que no: los griegos habían definido hace dos mil años al hombre como animal racional, pero esta escueta definición parece no haber conformado a muchos, ya que desde entonces se inventaron cientos de sistemas antropológicos para dar cuenta de la quididad humana: Cassirer, por dar algún ejemplo, señaló que la racionalidad es un atributo insuficiente para definir al hombre, y que debemos considerarlo mas bien como un 'animal simbólico' (2).
Pero no nos dejemos invadir en este momento por la desazón cartesiana de dudar de toda teoría anterior por el hecho de que tarde o temprano vaya a quedar criticada y superada por otra teoría también dudosa e insuficiente, y reflexionemos algo más sobre la cuestión.
Podemos ir concluyendo hasta aquí que existe cierto tipo de lenguaje o de discurso que resulta insuficiente para el conocimiento total del hombre (suponiendo que esto fuera posible). Este discurso insuficiente es el "discurso de objeto", un discurso que indudablemente recorta lo que juzga esencial del hombre, pero que sin embargo no explora toda su riqueza y complejidad. Ejemplos de este tipo de discurso son el aristotélico, que define el hombre a partir de un género próximo y una diferencia específica; un discurso derivado del anterior: el discurso taxonómico de la biología que define hombre como 'homo sapiens'; y el discurso fenomenológico de Husserl, que intenta también describir esencias.
Necesitaremos entonces, otro discurso que pueda dar cuenta toda la complejidad de la naturaleza humana, y que pueda superar la limitación del discurso de objeto que, en su afán de esencializar, pierde detalles que pueden ser fundamentales. Este discurso ha sido calificado como "discurso de sujeto". Un lenguaje de este tipo no toma al hombre como un objeto susceptible de ser recortado en categorías ontológicas, sino que pretende tomarlo como sujeto mismo, como lo que 'realmente' es.
El discurso de sujeto intenta aproximaciones ontológicas hacia lo óntico. Pero, ¿qué quiere decir esto? Para entenderlo diferenciemos lo óntico de lo ontológico.
Lo óntico, en el presente contexto, es lo que la realidad es en sí misma. Como el discurso de sujeto tiene como referente la realidad humana, lo óntico de este discurso es el hombre tal cual es. Desde tal punto de vista, este nivel óntico es incognoscible, y equivale a lo que Lacan llamaba lo real en su sentido epistemológico (5), o lo que Kant llamaba el noúmeno. Nadie tiene la suficiente objetividad y profundidad como para aprehender lo que el hombre realmente es, como lo prueban la diversidad de discursos antropológicos que aparecieron, aparecen y presumiblemente seguirán apareciendo.
Pero lo que sí intenta el discurso de sujeto son aproximaciones ontológicas hacia esa realidad incognoscible, realidad que aparece entonces como una especie de idea regulativa, es decir, como un ideal que se busca como meta, pero que nunca termina de alcanzarse.
Ambos discursos -de objeto y de sujeto- intentan aprehender al hombre, aunque de distinta manera: el discurso de objeto está prisionero de la ilusión de creer que sus categorías ontológicas agotan todo el sentido del ser hombre, o, si se quiere, de la ilusión de haber alcanzado lo óntico, mientras que el discurso de sujeto transita una permanente incertidumbre en tanto se percata de la imposibilidad del cumplimiento óntico del conocimiento de lo humano, y, tal como ocurre como el deseo en sentido freudiano, cuanto más intenta aludir al sujeto, más lo elude, ya que la tensión deseante implica también la búsqueda de un cumplimiento óntico (la realización efectiva del deseo), búsqueda que termina siempre con realizaciones sustitutivas.
El discurso de objeto se conforma con la definición esencial y la clasificación minuciosa, mientras que el discurso de sujeto es más ambicioso, para lo cual debe pagar el precio de la imprecisión y la complejidad, como puede verse en los discursos de Nietszche o de Lacan. El discurso de objeto detiene el curso del conocimiento en definiciones estáticas y precisas, mientras que el discurso de sujeto lo deja fluir, desconfiando de las definiciones siempre muy acotadas y de las clasificaciones que dividen la realidad en partes en que ella no está dividida. Ambos discursos no aparecen solamente en el ámbito de la ciencia, sino también en el discurso filosófico, en el cotidiano, y también en el periodístico: en el estilo Grondona predomina un discurso de objeto, y en el estilo Neustadt un discurso de sujeto: tal vez por ello ambos periodistas se complementaban tan bien cuando trabajaron juntos, ya que uno podía compensar las insuficiencias del discurso del otro.

Actitud nomotética e ideográfica

Una tradicional división de las ciencias, clasifica a estas en nomotéticas e ideográficas: "el pensar nomotético es el que busca las leyes; el ideográfico es el que se propone la descripción de los acontecimientos o hechos particulares" (4). El primero corresponde a las ciencias naturales y el segundo mas bien a las 'ciencias del espíritu'.
Desde ya, todas las ciencias tienen algo de ambos discursos: un biólogo no se ocupa solamente de definir taxonómicamente animales y vegetales ni de enunciar las leyes de la genética (discursos nomotéticos), sino además también hace descripciones precisas y detalladas de, por ejemplo, las costumbres de los animales, mostrando incluso sus diferencias individuales (discurso ideográfico).
Del mismo modo, una ciencia como la psicología intenta enunciar por ejemplo las leyes del aprendizaje o los principios meta psicológicos (discurso nomotético), pero también se embarca en explorar la complejidad de los conceptos o de las personas individuales (discurso ideográfico).
La actitud nomotética se corresponde con el discurso de objeto, y la actitud ideográfica se corresponde con el discurso de sujeto. En cierto tipo de ciencias predomina uno, y en otros otro.
Si queremos entendernos con un físico, un biólogo o un psicólogo experimentalista, deberemos emplear un discurso de objeto, y si queremos entendernos con un nietszchiano o un lacaniano utilizaremos un discurso de sujeto: cada discurso sirve para entenderse con diferentes personajes. Como decía Carlos I de España y V de Alemania, hablar en italiano con los embajadores, en francés con las mujeres, en alemán con los soldados, en inglés con los caballos y en español con Dios.
Vaya ahora una última pregunta: ¿por qué el discurso de sujeto se ha apropiado de las ciencias del 'espíritu', hoy mas bien denominadas ciencias sociales? A modo de hipótesis, podemos esbozar dos razones:
a) El hombre es un ser complejo, y tal vez es más complejo del universo conocido. Ya de por sí el fenómeno de la vida es un misterio, al cual, en el caso humano, debemos agregar el enigma de la actividad psíquica. b) El hombre se considera a sí mismo un ser único, irrepetible, y singular. Una piedra también lo es, sólo que esto último carece de importancia: para el ser humano, nada hay más único que él mismo, invóquese la teoría del narcisismo o cualquier otra explicación que uno desee. El discurso de sujeto es, entonces, el más apto para dar cuenta de algo que es considerado al mismo tiempo complejo y singular. El discurso de objeto tiende a generalizar, y con ello quedan relegadas a un segundo plano tanto la singularidad, como así también la complejidad de los entes estudiados.

El efecto transformador del discurso

Hemos dicho que ni el discurso de objeto ni el discurso de sujeto pueden agotar todo el sentido de la condición humana. El hecho de que constituyan apenas modos de aproximación a lo óntico, se debe, al menos en parte, al carácter tautológico del lenguaje (6): toda palabra remite a otra palabra, y ésta última a otra, y así sucesivamente, con lo cual las palabras terminan remitiéndose unas a otras sin apuntar a una instancia exterior al lenguaje mismo, es decir, a la realidad, a lo óntico.
G. Bateson solía decir que los diccionarios deberían introducir de vez en cuando alguna definición ostensiva como para compensar la deficiencia de las definiciones "recurrentes", como él las denominaba. Por ejemplo, dejar de definir al hombre como animal racional, y definirlo como "esto", al propio tiempo que señalamos a un hombre. Bertrand Russell, en la misma línea de pensamiento, decía que quizá la única expresión lingüística que nos podía remitir a lo real era la palabra "esto".
Por lo dicho hasta ahora, parecería ser que no hay salida posible: sea que se trate de un discurso de objeto o que se trate de un discurso de sujeto, en la medida en que se refieran al hombre no pueden aprehender lo que el hombre es.
Sin embargo el lenguaje, y en particular el lenguaje científico, tiene una característica peculiar: transforma su objeto de conocimiento. En otras palabras, es capaz de modificar su referente, lo óntico; y, cuando este referente es la misma naturaleza humana, esta queda transformada por obra y gracia del lenguaje. Esto representa de alguna forma, una salida a la circularidad del lenguaje, que puede así extenderse más allá de sí mismo produciendo una modificación en lo real.
Para ilustrar esta característica transformadora del lenguaje, podemos mencionar ciertas ideas de algunos pensadores.
Jacques Lacan, por ejemplo, nos dice que el orden simbólico (el lenguaje) estructura el orden de lo real: el sujeto se estructura a partir del discurso, el niño recibe un "baño de lenguaje" que modelará su psiquismo. Paúl Ricoeur es aún más específico, cuando nos dice que el discurso psicoanalítico estructura al hombre al mostrarnos una imagen de éste que, una vez difundida, hace que él vaya estructurándose en función de esa imagen. De alguna manera, es posible decir que la difusión del psicoanálisis contribuyó a la creación de un 'hombre psicoanalítico' y que, los que se formaron el el psicoanálisis -tanto analistas como pacientes- fueron estructurándose a imagen y semejanza de esa imagen que nos legó Freud. Si el hombre freudiano estaba enamorado de su madre y sentía a su padre como un rival, el hombre fue modelándose sobre esa base y comenzó a acostumbrarse a pensar acerca de sí en esos términos; si el hombre freudiano no debía sentirse tan culpable y debía dar canalizar constructivamente su instintividad para resolver su neurosis, también el hombre fue haciéndose en función de esa imagen.
El mismo Alfred Adler advirtió la situación, cuando dijo que "en aquellos enfermos nuestros que antes habían pasado por manos de algún psicoanalista, pudimos observar que hacen en sus sueños un uso muy extenso del simbolismo de Freud" (7). Un último ejemplo de modificación del hombre por el discurso podemos también encontrarlo en los 'enunciados identificatorios' de Piera Aulagnier, fragmentos de discurso parental que, al ser comunicados al infante, producen en él modificaciones por un mecanismo de identificación con esos fragmentos (8).
Se trata, pues no sólo de una simple modificación del objeto de conocimiento, sino de una modificación del hombre real. Cuando Piaget hablaba de la asimilación funcional, hacía referencia más a una modificación del objeto en tanto objeto de conocimiento, pero no en tanto objeto real, como ocurría en la asimilación orgánica. El lenguaje, desde esta perspectiva, apunta a ambos tipos de modificación.
Plantear que el discurso estructura al sujeto es, en suma, como decir: 'voy siendo en la medida en que hablo sobre mí, y hablo sobre mí en la medida en que voy siendo'. Este efecto transformador es posible encontrarlo tanto en el discurso de objeto como en el de sujeto, aunque tal vez los ejemplos más patéticos los podamos encontrar en el primero, cuando una simple categorización estructura al sujeto. Tal el caso de la psiquiatrización de los pacientes a través de un diagnóstico: hay pacientes que una vez rotulados como 'depresivos', asumen total o parcialmente esa identidad. De la misma manera (9) a través del discurso melancólico el sujeto se puede nihilizar, es decir, transformar en una 'nada', acentuando de esta manera el original estado de nihilización que generó su discurso melancólico.

MANIFIESTO

La vida es tremendamente paradojica y extrañamente sutil en sus cambios,tanto asi que donde podriamos suponer encontrar vacio encontramos un mundo lleno de posibilidades;y donde esperamos encontrar mas solo encontramos la nada.En estos dias aciagos he estado reflexionando sobre lo mas importante en la vida;por lo menos para mi,he estado pensando en lo que me constituye como persona ,como dividuo,como un yo,despues de tanto darle vueltas solo me he mareado mas de lo que estaba antes y no habia  logrado dilucidar que es esto que me motiva a existir,hasta que escuche en una conversacion de esas que no esperas nunca tener y se dan solo en el contexto de ocasiones especiales y espaciales,escuche" lo que nos distingue de los demas es nuestra pasion".Si, eso justamente era mi pasion ,esa que muchas veces me lleva a extremos tan disimiles de mi y otras me retrae a las profundidades de mi alma donde no llega nadie ni siquiera yo. Esa pasion que me hace escindirme en miles de fragmentos y la misma pasion con que amo lo que estudio.Esa pasion que determinaba mi vocacion de servicio y por ende el motivo de porque estudio.La misma pasion que me hizo olvidarme de ella,porque me consumi en el intento.He decidido ser solamente pasion.

"TRISTES ARMAS /SI NO SON LAS PALABRAS"

"Tristes armas / si no son las palabras": los versos de Miguel Hernández, el poeta español, sugieren la posibilidad de considerar el lenguaje como arma. Ciertamente lo es, pero más en el sentido de ‘medio’, de ‘recurso’, de ‘instrumento’ que en el sentido específico de herramienta ofensiva o defensiva. Visto así, puede decirse que el lenguaje es instrumento para apropiarse del mundo, es un recurso para la articulación de la conciencia y es un medio de comunicación social.



¿Cómo es posible apropiarse del mundo mediante el lenguaje? Martin Heidegger sostenía, poéticamente, una gran verdad filosófica cuando decía que el lenguaje era "la casa del ser". En efecto, puede decirse sin restricciones que el mundo que conocemos, el mundo separado en tales y cuales clases de objetos, sólo existe como tal a partir de la estructuración de la experiencia propuesta por el lenguaje.



Los griegos llamaron logos a esta capacidad para captar la realidad. El logos es, en efecto, la forma fundamental de la actividad cognoscitiva. En el lenguaje, el logos se estructura mediante los significados de los signos lingüísticos, que son conceptos (no aluden a individuos, sino a clases de individuos) elaborados por la razón. Es rasgo característico de la naturaleza del lenguaje que el logos no se haga patente del mismo modo en las diversas lenguas. Cada lengua supone una estructuración arbitraria de la experiencia humana. Los idiomas no sólo se distinguen por simples diferencias sonoras, sino también por distintas organizaciones de significado. Por ello, aprender una lengua es aprender una mentalidad, una forma de interpretar la realidad. Las lenguas, en este sentido, no son nomenclaturas, es decir, nombres para cosas que existen antes que ellas: al contrario, ellas nos dan las cosas. Tanto es así que sólo distinguimos lo que nuestra lengua nos enseña a distinguir. Por ejemplo, para un italohablante no existe diferencia entre sobrino y nieto: una sola palabra, nipote, se aplica a ambas relaciones. Tal diferencia sí la establece el castellano, como lo hacen también otras lenguas.



La ciencia y el lenguaje pueden explicarse como distintas formas de conocer, como distintas formas de asumir el logos. Aristóteles distingue dos tipos de logos: el logos semántico, que corresponde al lenguaje como tal y el logos apofántico, o logos proposicional. El logos semántico corresponde a los significados de los signos lingüísticos, es decir, a los conceptos. Se vincula con el conocimiento primario, intuitivo, anterior a la distinción entre existencia e inexistencia, entre verdad y falsedad, tal como afirma Eugenio Coseriu. Por ello en el lenguaje pueden darse palabras como sirena, lo que no significa que tal objeto exista ni que estemos obligados a hacer desaparecer la palabra por la inexistencia del objeto. Al contrario, el logos proposicional o apofántico corresponde al conocimiento que afirma o niega algo acerca de algo, al conocimiento de la ciencia, la cual sí está limitada por la existencia y la verdad. Debe notarse que el logos apofántico -la ciencia- supone una restricción de las posibilidades del logos semántico -el lenguaje- . En consecuencia, puede decirse que sólo se da el logos apofántico mediante el logos semántico, o lo que es lo mismo, que el lenguaje es base de la ciencia. Sin lenguaje, no hay ciencia o reflexión posible. Por ello, todos deben prestar especial atención al lenguaje. En tanto logos semántico, es decir, saber originario, el lenguaje es el primer conocimiento que adquirimos de las cosas del mundo y es la base en la cual se apoya el conocimiento más elaborado de las diversas disciplinas desarrolladas por el hombre.



En segundo lugar, se debe destacar que el lenguaje es el constructor de la conciencia, pues en el mismo acto simbolizador, conceptualizador, clasificador, la conciencia se articula y se amplía. La función que cumple el lenguaje en la adquisición del mundo interior del individuo es crucial y abarca desde la conceptualización del espacio hasta la organización misma del recuerdo. El proceso adquiere especial intensidad en la literatura: la Vida Nueva, de Dante Alighieri, por ejemplo, reproduce los principales hitos de un proceso de evolución y maduración personales directamente vinculado con la construcción del equilibrio entre experiencia vital y expresión poética. Es notable que, al articular su discurso, Dante introduzca temas que lo trascienden, pero que no le son indiferentes: el ser consecuente en el vivir, el problema de la verdad, las complejas formas de la mentira y el autoengaño. Al final, el resultado no es sólo una sutilísima psicología de la creación, sino más: una profunda ética de la expresión. Lo anterior mueve a plantear la pregunta sobre la cantidad de veces en las que la empresa del vivir no se presenta al hombre sino como un intento de establecer el equilibrio entre experiencia y expresión. Si bien la salud está en la ecuación entre experiencia y expresión, la vida tiende a acrecentar las experiencias, lo que lleva a la necesidad de nuevas expresiones. Y también sucede, a veces, que lo que el hombre dice es más que lo que vive. En este caso, la palabra que sobrepasa a la experiencia puede crear, si se busca la honestidad, la necesidad de que la experiencia alcance el nivel de la palabra.



Por último, y en tercer lugar, el lenguaje es medio de comunicación y, en este sentido, "diálogo" (etimológicamente, ‘a través del logos’). Porque poseen la misma visión del mundo, aprendida mediante el saber originario que es el logos del lenguaje, los hablantes pueden construir una realidad común -una comunidad- mediante el diálogo: no existe el diálogo sin un logos previo. Esta dirección del lenguaje hacia "el otro" -como recuerda Coseriu, los signos lingüísticos, a diferencia de los artísticos no se crean sólo "para que sean", sino "para que sean en una comunidad de hablantes" -refuerza la idea de que el lenguaje es manifestación de una dimensión esencial de lo humano: la dimensión de la alteridad. Somos con los otros. La condición de ser hombre es siempre la del ser-con-los-otros. Aunque obvia, esta dimensión es fundamental. Pensemos un poco: la condición natural de nuestra subjetividad es la soledad. Es una condición radical: existe un núcleo subjetivo en nuestra conciencia al que nadie accede. Y así estaría nuestra conciencia -limitada, oscura, solitaria- si no la pudiéramos objetivar, aunque sea parcialmente, mediante el lenguaje. Lo maravilloso del lenguaje se revela aquí: en su condición de logos intersubjetivo, es decir, en el hecho de ser logos (conocimiento) compartido por varias subjetividades, en el hecho de ser conocimiento entre varios sujetos. Sin dejar de ser mío (porque habita en mi subjetividad), el lenguaje es también de otros (y mora también en sus subjetividades). De esta manera, el lenguaje se convierte en puente y reafirma su condición simbólica (integradora), pues me permite llegar al otro, al prójimo, superando mi soledad radical.



Mediador entre el hombre y el mundo, articulador de la conciencia, base y expresión de la realidad social; símbolo, logos, diálogo. Si es arma –como diría Miguel Hernández–, es, definitivamente, un arma "no triste".



 

PASOS DE GIGANTE

YO soy un marino errante en busca de verdades,un extraño ser deambulante en este mar de mi conciencia,a veces me dan animos de bucear y exploro las profundidades de mi alma,encuentro tesoros tambien monstruos extraños,espejos rotatorios,ciudades encantadas,doncellas atrapadas en hielo,cuartos oscuros con un niño dentro.y salgo a respirar como las grandes ballenas tiro mis coletazos ,destruyo gotas expando rocios.Y me duermo en el regazo de las olas y mis grito gutural llama eternamente a la manada, he imagino a veces que soy un ser humano que camino en dos extremidades ,que respira sobre la tierra ,que no tengo ya manada.Y despierto y me doy cuenta que solo fue un loco sueño y estiro mi cuerpo de cetaceo antidiluviano y me voy nuevamente a las profundidades de mi alma.

PD. A veces me acompaña ,en realidad todas las veces,una compañera delfin.