Las principales corrientes de investigación acerca de la masculinidad han fallado en el intento de producir una ciencia coherente respecto a ella. Esto no revela tanto el fracaso de los científicos como la imposibilidad de la tarea. La masculinidad no es un objeto coherente acerca del cual se pueda producir una ciencia generalizadora. No obstante, podemos tener conocimiento coherente acerca de los temas surgidos en esos esfuerzos. Si ampliamos nuestro punto de vista, podemos ver la masculinidad, no como un objeto aislado, sino como un aspecto de una estructura mayor. Esto exige la consideración de esa estructura y cómo se ubican en ella las masculinidades. La tarea de este trabajo es establecer un marco basado en el análisis contemporáneo de las relaciones de género. Este brindará una manera de distinguir tipos de masculinidad, y una comprensión de las dinámicas de cambio. Sin embargo, antes debemos aclarar algo. La definición del término básico en discusión nunca ha estado suficientemente clara. Todas las sociedades cuentan con registros culturales de género, pero no todas tienen el concepto masculinidad. En su uso moderno el término asume que la propia conducta es resultado del tipo de persona que se es. Es decir, una persona no-masculina se comportaría diferentemente: sería pacífica en lugar de violenta, conciliatoria en lugar de dominante, casi incapaz de dar un puntapié a una pelota de fútbol, indiferente en la conquista sexual, y así sucesivamente.Esta concepción presupone una creencia en las diferencias individuales y en la acción personal. Pero el concepto es también inherentemente relacional. La masculinidad existe sólo en contraste con la femineidad. Una cultura que no trata a las mujeres y hombres como portadores de tipos de carácter polarizados, por lo menos en principio, no tiene un concepto de masculinidad en el sentido de la cultura moderna europea/americana. La investigación histórica sugiere que aquello fue así en la propia cultura europea antes del siglo dieciocho. Las mujeres fueron ciertamente vistas como diferentes de los hombres, pero en el sentido de seres incompletos o ejemplos inferiores del mismo tipo (por ejemplo, tienen menos facultad de razón). Mujeres y hombres no fueron vistos como portadores de caracteres cualitativamente diferentes; esta concepción también formó parte de la ideología burguesa de las esferas separadas en el siglo diecinueve.1 En cualquier caso, nuestro concepto de masculinidad parece ser un producto histórico bastante reciente, a lo máximo unos cientos de años de antigüedad. Al hablar de masculinidad en sentido absoluto, entonces, estamos haciendo género en una forma culturalmente específica. Se debe tener esto en mente ante cualquiera demanda de haber descubierto verdades transhistóricas acerca de la condición del hombre y de lo masculino. Las definiciones de masculinidad han aceptado en su mayoría como verdadero nuestro punto de vista cultural, pero han adoptado estrategias diferentes para caracterizar el tipo de persona que se considera masculina. Se han seguido cuatro enfoques principales que se distinguen fácilmente en cuanto a su lógica, aunque a menudo se combinan en la práctica. Las definiciones esencialistas usualmente recogen un rasgo que define el núcleo de lo masculino, y le agregan a ello una serie de rasgos de las vidas de los hombres. Freud se sintió atraído por una definición esencialista cuando igualó la masculinidad con la actividad, en contraste a la pasividad femenina -aunque llegó a considerar dicha ecuación como demasiado simplificada. Pareciera que la más curiosa es la idea del sociobiólogo Lionel Tiger de que la verdadera hombría, que subyace en el compromiso masculino y en la guerra, aflora ante "fenómenos duros y difíciles". Muchos fans del rock metálico pesado estarían de acuerdo con esto. La debilidad del enfoque esencialista es obvia: la elección de la esencia es bastante arbitraria. Nada obliga a diferentes esencialistas a estar de acuerdo, y de hecho a menudo no lo están. Las demandas acerca de una base universal de la masculinidad nos dicen más acerca del ethos de quien efectúa tal demanda, que acerca de cualquiera otra cosa. La ciencia social positivista, cuyo ethos da énfasis al hallazgo de los hechos, entrega una definición simple de la masculinidad: lo que los hombres realmente son. Esta definición es la base lógica de las escalas de masculinidad/femineidad (M/F) en psicología, cuyos ítems se validan al mostrar que ellos diferencian estadísticamente entre grupos de hombres y mujeres. Es también la base de esas discusiones etnográficas sobre masculinidad que describen el patrón de vida de los hombres en una cultura dada, y lo que resulte lo denominan modelo de masculinidad. Aquí surgen tres dificultades. Primero, tal como la epistemología moderna lo reconoce, no hay ninguna descripción sin un punto de vista. Las descripciones aparentemente neutrales en las cuales se apoyan las definiciones, están subterráneamente apoyadas en asunciones sobre el género. Resulta demasiado obvio, que para comenzar a confeccionar una escala M/F se debe tener alguna idea de lo que se cuenta o lista cuando se elaboran los ítems. El procedimiento positivista descansa así en las propias tipificaciones que supuestamente están en investigación en la pesquisa de género. Tercero, definir la masculinidad como lo que-los-hombres-empíricamente-son, es tener en mente el uso por el cual llamamos a algunas mujeres masculinas y a algunos hombres femeninos, o a algunas acciones o actitudes masculinas o femeninas, sin considerar a quienes las realizan. Este no es un uso trivial de los términos. Es crucial, por ejemplo, para el pensamiento psicoanalítico sobre las contradicciones dentro de la personalidad. Sin duda, este uso es fundamental para el análisis del género. Si hablamos sólo de diferencias entre los hombres y las mujeres como grupo, no requeriríamos en absoluto los términos masculino y femenino. Podríamos hablar sólo de hombres y mujeres, o varón y hembra. Los términos masculino y femenino apuntan más allá de las diferencias de sexo sobre cómo los hombres difieren entre ellos, y las mujeres entre ellas, en materia de género. Una dificultad más sutil radica en el hecho que una definición puramente normativa no entrega un asidero sobre la masculinidad al nivel de la personalidad. Joseph Pleck señaló correctamente la asunción insostenible de una correspondencia entre rol e identidad. Pienso que esta es la razón por la que muchos teóricos de los roles sexuales a menudo derivan hacia el esencialismo. Los enfoques semióticos abandonan el nivel de la personalidad y definen la masculinidad mediante un sistema de diferencia simbólica en que se contrastan los lugares masculino y femenino. Masculinidad es, en efecto, definida como no-femineidad. Este enfoque sigue la fórmula de la lingüística estructural, donde los elementos del discurso son definidos por sus diferencias entre sí. Se ha usado este enfoque extensamente en los análisis culturales feminista y postestructuralista de género, y en el psicoanálisis y los estudios de simbolismo lacanianos. Ello resulta más productivo que un contraste abstracto de masculinidad y femineidad, del tipo encontrado en las escalas M/F. En la oposición semiótica de masculinidad y femineidad, la masculinidad es el término inadvertido, el lugar de autoridad simbólica. El falo es la propiedad significativa y la femineidad es simbólicamente definida por la carencia. Esta definición de masculinidad ha sido muy efectiva en el análisis cultural. Escapa de la arbitrariedad del esencialismo, y de las paradojas de las definiciones positivistas y normativas. Sin embargo, está limitada en su visión, a menos que se asuma, como lo hacen los teóricos postmodernistas, que ese discurso es todo lo que podemos decir al respecto en el análisis social. Para abarcar la amplia gama de tópicos acerca de la masculinidad, requerimos también de otras formas de expresar las relaciones: lugares con correspondencia de genero en la producción y en el consumo, lugares en instituciones y en ambientes naturales, lugares en las luchas sociales y militares.Lo que se puede generalizar es el principio de conexión.La idea de que un símbolo puede ser entendido solo dentro de un sistema conectado de símbolos aplica igualmente bien en otras esferas. Ninguna masculinidad surge, excepto en un sistema de relaciones de género. En lugar de intentar definir la masculinidad como un objeto (un carácter de tipo natural, una conducta promedio, una norma), necesitamos centrarnos en los procesos y relaciones por medio de los cuales los hombres y mujeres llevan vidas imbuidas en el género. La masculinidad, si se puede definir brevemente, es al mismo tiempo la posición en las relaciones de género, las prácticas por las cuales los hombres y mujeres se comprometen con esa posición de género, y los efectos de estas prácticas en la experiencia corporal, en la personalidad y en la cultura. El género es una forma de ordenamiento de la práctica social. En los procesos de género, la vida cotidiana está organizada en torno al escenario reproductivo, definido por las estructuras corporales y por los procesos de reproducción humana. Este escenario incluye el despertar sexual y la relación sexual, el parto y el cuidado del niño, las diferencias y similitudes sexuales corporales. Denominaremos a esto un "escenario reproductivo" y no una "base biológica" para enfatizar que nos estamos refiriendo a un proceso histórico que involucra el cuerpo, y no a un conjunto fijo de determinantes biológicas. El género es una práctica social que constantemente se refiere a los cuerpos y a lo que los cuerpos hacen, pero no es una práctica social reducida al cuerpo. Sin duda el reduccionismo presenta el reverso exacto de la situación real. El género existe precisamente en la medida que la biología no determina lo social. Marca uno de esos puntos de transición donde el proceso histórico reemplaza la evolución biológica como la forma de cambio. El género es un escándalo, un ultraje, desde el punto de vista del esencialismo. Los sociobiólogos tratan constantemente de abolirlo, probando que los arreglos sociales humanos son un reflejo de imperativos evolutivos. La práctica social es creadora e inventiva, pero no autónoma. Responde a situaciones particulares y se genera dentro de estructuras definidas de relaciones sociales. Las relaciones de género, las relaciones entre personas y grupos organizados en el escenario reproductivo, forman una de las estructuras principales de todas las sociedades documentadas. La práctica que se relaciona con esta estructura, generada al atarse personas y grupos con sus situaciones históricas, no consiste en actos aislados. Las acciones se configuran en unidades mayores, y cuando hablamos de masculinidad y femineidad estamos nombrando configuraciones de prácticas de género. Configuración es quizás un término demasiado estático. Lo importante es el proceso de configurar prácticas (Jean-Paúl Sartre habla en Search for a Method de la "unificación de los medios en acción"). Al adoptar una visión dinámica de la organización de la práctica, llegamos a una comprensión de la masculinidad y de la femineidad como proyectos de género. Estos son procesos de configuración de la práctica a través del tiempo, que transforman sus puntos de partida en las estructuras de género.Encontramos la configuración genérica de la práctica en cualquier forma que dividamos el mundo social y en cualquiera unidad de análisis que seleccionemos. La más conocida es la vida individual, base de las nociones del sentido común de masculinidad y femineidad. La configuración de la práctica es aquí lo que los psicólogos hemos llamado tradicionalmente "personalidad" o "carácter". Tal enfoque es responsable de exagerar la coherencia de la práctica que se puede alcanzar en cualquier lugar. No es sorprendente por lo tanto que el psicoanálisis, que originalmente enfatizaba la contradicción, derivara hacia el concepto de identidad. Los críticos post-estructuralistas de la psicología, tales como Wendy Hollway, han puesto énfasis en el hecho que las identidades de género se fracturan y cambian porque múltiples discursos intersectan cualquier vida individual (Hollway, 1984). Este argumento destaca otro plano: el discurso, la ideología o la cultura. En este caso el género se organiza en prácticas simbólicas que pueden permanecer por más tiempo que la vida individual (la construcción de masculinidades heroicas en la épica; la construcción de disforias de género o las perversiones en la teoría médica). Por otra parte, la ciencia social ha llegado a reconocer un tercer plano de configuración de género en instituciones tales como el Estado, el lugar de trabajo y la escuela. Muchos hallan difícil de aceptar que las instituciones estén sustantivamente provistas de género, no sólo metafóricamente. Esto es, sin embargo, un punto clave. El Estado, por ejemplo, es una institución masculina. Decir esto no significa que las personalidades de los ejecutivos varones de algún modo se filtren y dañen la institución. Es decir algo mucho más fuerte: que las prácticas organizacionales del Estado están estructuradas en relación al escenario reproductivo. La aplastante mayoría de los cargos de responsabilidad son ejercidos por hombres porque existe una configuración de género en la contratación y promoción, en la división interna del trabajo y en los sistemas de control, en la formulación de políticas, en las rutinas prácticas, y en las maneras de movilizar el placer y el consentimiento (Franzway et al. 1989; Grant y Tancred, 1992). La estructuración genérica de la práctica no tiene nada que hacer con la reproducción en lo biológico. El nexo con el escenario reproductivo es social. Esto queda claro cuando se lo desafía. Un ejemplo es la lucha reciente dentro del Estado contra los homosexuales en el ejército, es decir, las reglas excluyen a soldados y marineros a causa del género de su opción sexual. En Estados Unidos, donde esta lucha ha sido más severa, los críticos argumentaron en términos de libertades civiles y eficacia militar, señalando que en efecto la opción sexual tiene poco que ver con la capacidad para matar. Los almirantes y generales defendieron el statu quo con una variedad de motivos falsos. La razón no reconocida era la importancia cultural de una definición particular de masculinidad para mantener la frágil cohesión de las fuerzas arma. Requerimos entonces un modelo de la estructura de género con, por lo menos, tres dimensiones, que diferencie relaciones de a) poder, b) producción y c) vínculo emocional. a) Relaciones de poder. El eje principal del poder en el sistema del género occidental contemporáneo es la subordinación general de las mujeres y la dominación de los hombres -estructura que
LA MASCULINIDAD
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