Las principales corrientes de investigación acerca de la masculinidad han fallado en el intento de producir una ciencia coherente respecto a ella. Esto no revela tanto el fracaso de los científicos como la imposibilidad de la tarea. La masculinidad no es un objeto coherente acerca del cual se pueda producir una ciencia generalizadora. No obstante, podemos tener conocimiento coherente acerca de los temas surgidos en esos esfuerzos. Si ampliamos nuestro punto de vista, podemos ver la masculinidad, no como un objeto aislado, sino como un aspecto de una estructura mayor. Esto exige la consideración de esa estructura y cómo se ubican en ella las masculinidades. La tarea de este trabajo es establecer un marco basado en el análisis contemporáneo de las relaciones de género. Este brindará una manera de distinguir tipos de masculinidad, y una comprensión de las dinámicas de cambio. Sin embargo, antes debemos aclarar algo. La definición del término básico en discusión nunca ha estado suficientemente clara. Todas las sociedades cuentan con registros culturales de género, pero no todas tienen el concepto masculinidad. En su uso moderno el término asume que la propia conducta es resultado del tipo de persona que se es. Es decir, una persona no-masculina se comportaría diferentemente: sería pacífica en lugar de violenta, conciliatoria en lugar de dominante, casi incapaz de dar un puntapié a una pelota de fútbol, indiferente en la conquista sexual, y así sucesivamente.Esta concepción presupone una creencia en las diferencias individuales y en la acción personal. Pero el concepto es también inherentemente relacional. La masculinidad existe sólo en contraste con la femineidad. Una cultura que no trata a las mujeres y hombres como portadores de tipos de carácter polarizados, por lo menos en principio, no tiene un concepto de masculinidad en el sentido de la cultura moderna europea/americana. La investigación histórica sugiere que aquello fue así en la propia cultura europea antes del siglo dieciocho. Las mujeres fueron ciertamente vistas como diferentes de los hombres, pero en el sentido de seres incompletos o ejemplos inferiores del mismo tipo (por ejemplo, tienen menos facultad de razón). Mujeres y hombres no fueron vistos como portadores de caracteres cualitativamente diferentes; esta concepción también formó parte de la ideología burguesa de las esferas separadas en el siglo diecinueve.1 En cualquier caso, nuestro concepto de masculinidad parece ser un producto histórico bastante reciente, a lo máximo unos cientos de años de antigüedad. Al hablar de masculinidad en sentido absoluto, entonces, estamos haciendo género en una forma culturalmente específica. Se debe tener esto en mente ante cualquiera demanda de haber descubierto verdades transhistóricas acerca de la condición del hombre y de lo masculino. Las definiciones de masculinidad han aceptado en su mayoría como verdadero nuestro punto de vista cultural, pero han adoptado estrategias diferentes para caracterizar el tipo de persona que se considera masculina. Se han seguido cuatro enfoques principales que se distinguen fácilmente en cuanto a su lógica, aunque a menudo se combinan en la práctica. Las definiciones esencialistas usualmente recogen un rasgo que define el núcleo de lo masculino, y le agregan a ello una serie de rasgos de las vidas de los hombres. Freud se sintió atraído por una definición esencialista cuando igualó la masculinidad con la actividad, en contraste a la pasividad femenina -aunque llegó a considerar dicha ecuación como demasiado simplificada. Pareciera que la más curiosa es la idea del sociobiólogo Lionel Tiger de que la verdadera hombría, que subyace en el compromiso masculino y en la guerra, aflora ante "fenómenos duros y difíciles". Muchos fans del rock metálico pesado estarían de acuerdo con esto. La debilidad del enfoque esencialista es obvia: la elección de la esencia es bastante arbitraria. Nada obliga a diferentes esencialistas a estar de acuerdo, y de hecho a menudo no lo están. Las demandas acerca de una base universal de la masculinidad nos dicen más acerca del ethos de quien efectúa tal demanda, que acerca de cualquiera otra cosa. La ciencia social positivista, cuyo ethos da énfasis al hallazgo de los hechos, entrega una definición simple de la masculinidad: lo que los hombres realmente son. Esta definición es la base lógica de las escalas de masculinidad/femineidad (M/F) en psicología, cuyos ítems se validan al mostrar que ellos diferencian estadísticamente entre grupos de hombres y mujeres. Es también la base de esas discusiones etnográficas sobre masculinidad que describen el patrón de vida de los hombres en una cultura dada, y lo que resulte lo denominan modelo de masculinidad. Aquí surgen tres dificultades. Primero, tal como la epistemología moderna lo reconoce, no hay ninguna descripción sin un punto de vista. Las descripciones aparentemente neutrales en las cuales se apoyan las definiciones, están subterráneamente apoyadas en asunciones sobre el género. Resulta demasiado obvio, que para comenzar a confeccionar una escala M/F se debe tener alguna idea de lo que se cuenta o lista cuando se elaboran los ítems. El procedimiento positivista descansa así en las propias tipificaciones que supuestamente están en investigación en la pesquisa de género. Tercero, definir la masculinidad como lo que-los-hombres-empíricamente-son, es tener en mente el uso por el cual llamamos a algunas mujeres masculinas y a algunos hombres femeninos, o a algunas acciones o actitudes masculinas o femeninas, sin considerar a quienes las realizan. Este no es un uso trivial de los términos. Es crucial, por ejemplo, para el pensamiento psicoanalítico sobre las contradicciones dentro de la personalidad. Sin duda, este uso es fundamental para el análisis del género. Si hablamos sólo de diferencias entre los hombres y las mujeres como grupo, no requeriríamos en absoluto los términos masculino y femenino. Podríamos hablar sólo de hombres y mujeres, o varón y hembra. Los términos masculino y femenino apuntan más allá de las diferencias de sexo sobre cómo los hombres difieren entre ellos, y las mujeres entre ellas, en materia de género. Una dificultad más sutil radica en el hecho que una definición puramente normativa no entrega un asidero sobre la masculinidad al nivel de la personalidad. Joseph Pleck señaló correctamente la asunción insostenible de una correspondencia entre rol e identidad. Pienso que esta es la razón por la que muchos teóricos de los roles sexuales a menudo derivan hacia el esencialismo. Los enfoques semióticos abandonan el nivel de la personalidad y definen la masculinidad mediante un sistema de diferencia simbólica en que se contrastan los lugares masculino y femenino. Masculinidad es, en efecto, definida como no-femineidad. Este enfoque sigue la fórmula de la lingüística estructural, donde los elementos del discurso son definidos por sus diferencias entre sí. Se ha usado este enfoque extensamente en los análisis culturales feminista y postestructuralista de género, y en el psicoanálisis y los estudios de simbolismo lacanianos. Ello resulta más productivo que un contraste abstracto de masculinidad y femineidad, del tipo encontrado en las escalas M/F. En la oposición semiótica de masculinidad y femineidad, la masculinidad es el término inadvertido, el lugar de autoridad simbólica. El falo es la propiedad significativa y la femineidad es simbólicamente definida por la carencia. Esta definición de masculinidad ha sido muy efectiva en el análisis cultural. Escapa de la arbitrariedad del esencialismo, y de las paradojas de las definiciones positivistas y normativas. Sin embargo, está limitada en su visión, a menos que se asuma, como lo hacen los teóricos postmodernistas, que ese discurso es todo lo que podemos decir al respecto en el análisis social. Para abarcar la amplia gama de tópicos acerca de la masculinidad, requerimos también de otras formas de expresar las relaciones: lugares con correspondencia de genero en la producción y en el consumo, lugares en instituciones y en ambientes naturales, lugares en las luchas sociales y militares.Lo que se puede generalizar es el principio de conexión.La idea de que un símbolo puede ser entendido solo dentro de un sistema conectado de símbolos aplica igualmente bien en otras esferas. Ninguna masculinidad surge, excepto en un sistema de relaciones de género. En lugar de intentar definir la masculinidad como un objeto (un carácter de tipo natural, una conducta promedio, una norma), necesitamos centrarnos en los procesos y relaciones por medio de los cuales los hombres y mujeres llevan vidas imbuidas en el género. La masculinidad, si se puede definir brevemente, es al mismo tiempo la posición en las relaciones de género, las prácticas por las cuales los hombres y mujeres se comprometen con esa posición de género, y los efectos de estas prácticas en la experiencia corporal, en la personalidad y en la cultura. El género es una forma de ordenamiento de la práctica social. En los procesos de género, la vida cotidiana está organizada en torno al escenario reproductivo, definido por las estructuras corporales y por los procesos de reproducción humana. Este escenario incluye el despertar sexual y la relación sexual, el parto y el cuidado del niño, las diferencias y similitudes sexuales corporales. Denominaremos a esto un "escenario reproductivo" y no una "base biológica" para enfatizar que nos estamos refiriendo a un proceso histórico que involucra el cuerpo, y no a un conjunto fijo de determinantes biológicas. El género es una práctica social que constantemente se refiere a los cuerpos y a lo que los cuerpos hacen, pero no es una práctica social reducida al cuerpo. Sin duda el reduccionismo presenta el reverso exacto de la situación real. El género existe precisamente en la medida que la biología no determina lo social. Marca uno de esos puntos de transición donde el proceso histórico reemplaza la evolución biológica como la forma de cambio. El género es un escándalo, un ultraje, desde el punto de vista del esencialismo. Los sociobiólogos tratan constantemente de abolirlo, probando que los arreglos sociales humanos son un reflejo de imperativos evolutivos. La práctica social es creadora e inventiva, pero no autónoma. Responde a situaciones particulares y se genera dentro de estructuras definidas de relaciones sociales. Las relaciones de género, las relaciones entre personas y grupos organizados en el escenario reproductivo, forman una de las estructuras principales de todas las sociedades documentadas. La práctica que se relaciona con esta estructura, generada al atarse personas y grupos con sus situaciones históricas, no consiste en actos aislados. Las acciones se configuran en unidades mayores, y cuando hablamos de masculinidad y femineidad estamos nombrando configuraciones de prácticas de género. Configuración es quizás un término demasiado estático. Lo importante es el proceso de configurar prácticas (Jean-Paúl Sartre habla en Search for a Method de la "unificación de los medios en acción"). Al adoptar una visión dinámica de la organización de la práctica, llegamos a una comprensión de la masculinidad y de la femineidad como proyectos de género. Estos son procesos de configuración de la práctica a través del tiempo, que transforman sus puntos de partida en las estructuras de género.Encontramos la configuración genérica de la práctica en cualquier forma que dividamos el mundo social y en cualquiera unidad de análisis que seleccionemos. La más conocida es la vida individual, base de las nociones del sentido común de masculinidad y femineidad. La configuración de la práctica es aquí lo que los psicólogos hemos llamado tradicionalmente "personalidad" o "carácter". Tal enfoque es responsable de exagerar la coherencia de la práctica que se puede alcanzar en cualquier lugar. No es sorprendente por lo tanto que el psicoanálisis, que originalmente enfatizaba la contradicción, derivara hacia el concepto de identidad. Los críticos post-estructuralistas de la psicología, tales como Wendy Hollway, han puesto énfasis en el hecho que las identidades de género se fracturan y cambian porque múltiples discursos intersectan cualquier vida individual (Hollway, 1984). Este argumento destaca otro plano: el discurso, la ideología o la cultura. En este caso el género se organiza en prácticas simbólicas que pueden permanecer por más tiempo que la vida individual (la construcción de masculinidades heroicas en la épica; la construcción de disforias de género o las perversiones en la teoría médica). Por otra parte, la ciencia social ha llegado a reconocer un tercer plano de configuración de género en instituciones tales como el Estado, el lugar de trabajo y la escuela. Muchos hallan difícil de aceptar que las instituciones estén sustantivamente provistas de género, no sólo metafóricamente. Esto es, sin embargo, un punto clave. El Estado, por ejemplo, es una institución masculina. Decir esto no significa que las personalidades de los ejecutivos varones de algún modo se filtren y dañen la institución. Es decir algo mucho más fuerte: que las prácticas organizacionales del Estado están estructuradas en relación al escenario reproductivo. La aplastante mayoría de los cargos de responsabilidad son ejercidos por hombres porque existe una configuración de género en la contratación y promoción, en la división interna del trabajo y en los sistemas de control, en la formulación de políticas, en las rutinas prácticas, y en las maneras de movilizar el placer y el consentimiento (Franzway et al. 1989; Grant y Tancred, 1992). La estructuración genérica de la práctica no tiene nada que hacer con la reproducción en lo biológico. El nexo con el escenario reproductivo es social. Esto queda claro cuando se lo desafía. Un ejemplo es la lucha reciente dentro del Estado contra los homosexuales en el ejército, es decir, las reglas excluyen a soldados y marineros a causa del género de su opción sexual. En Estados Unidos, donde esta lucha ha sido más severa, los críticos argumentaron en términos de libertades civiles y eficacia militar, señalando que en efecto la opción sexual tiene poco que ver con la capacidad para matar. Los almirantes y generales defendieron el statu quo con una variedad de motivos falsos. La razón no reconocida era la importancia cultural de una definición particular de masculinidad para mantener la frágil cohesión de las fuerzas arma. Requerimos entonces un modelo de la estructura de género con, por lo menos, tres dimensiones, que diferencie relaciones de a) poder, b) producción y c) vínculo emocional. a) Relaciones de poder. El eje principal del poder en el sistema del género occidental contemporáneo es la subordinación general de las mujeres y la dominación de los hombres -estructura que
LA MASCULINIDAD
La conciencia podría estar alojada fuera del cerebro
La conciencia podría estar alojada fuera del cerebro
Una nueva hipótesis establece que la actividad neuronal no es posible sin una prótesis cultural
La década del cerebro, transcurrida en los últimos diez años del siglo XX, no logró explicar los mecanismos neuronales del pensamiento y de la conciencia. Pero puede que los neurobiólogos estén buscando en la estructura funcional del cerebro humano algo, la conciencia, que podría encontrarse en otra parte. Se ha hablado de los diferentes sistemas cerebrales: el sistema reptílico, el sistema límbico y el neocórtex. Creo que podemos agregar un cuarto nivel: el exocerebro. Importantes deficiencias del sistema humano de codificación y clasificación, auspiciaron probablemente en ciertos homínidos su substitución por la actividad de otras regiones cerebrales estrechamente ligadas a sistemas culturales, lo que significaría que la actividad neuronal no es posible sin la prótesis cultural correspondiente. Mi hipótesis supone que ciertas regiones del cerebro humano adquieren genéticamente una dependencia neurofisiológica del sistema simbólico de sustitución. Este sistema, obviamente, se trasmite por mecanismos culturales y sociales. Por Roger Bartra.
Me gustaría extraer esta corteza para, al desplegar su surcos, extenderla como un pañuelo en el escritorio frente a mí, con el propósito de escudriñar su textura. Si pudiese hacerlo tendría ahora bajo mis ojos un hermoso paño gris de unos dos o tres palmos de ancho. Mi mirada podría recorrer la delgada superficie para buscar señales que me permitirían descifrar el misterio escondido en la red que conecta a miles de millones de neuronas.
Algo similar es lo que han logrado hacer los neurobiólogos. Gracias al refinamiento de nuevas técnicas de observación del sistema nervioso (como las tomografías de emisión positrónica y las imágenes de resonancia magnética funcional) los científicos avanzaron en el estudio de las funciones cerebrales.
En su euforia bautizaron los últimos diez años del siglo XX como la década del cerebro, y muchos creyeron que estaban muy cerca de la solución de uno de los más grandes misterios con los que se enfrenta la ciencia. Sin embargo, aunque desplegaron ante nuestros ojos coloridas imágenes del maravilloso paisaje interior del cerebro, no lograron explicar los mecanismos neuronales del pensamiento y de la conciencia.
¿Mal congénito?
En cierta manera los científicos abordaron el problema de la conciencia humana como lo hicieron los naturalistas del siglo XVIII, que buscaban al hombre en estado de naturaleza con el objeto de comprender la esencia desnuda de lo humano, despojado de toda la artificialidad que lo oculta. ¿Es la cultura responsable de la violencia y la corrupción que dominan a los hombres? ¿O hay un mal congénito impreso en la naturaleza misma del hombre?
Para desentrañar el misterio de la conciencia humana, la neurología también ha intentado buscar los resortes biológicos naturales de la mente en el funcionamiento del sistema nervioso central. Se ha querido desembarazar al cerebro de las vestiduras artificiales y subjetivas que lo envuelven, para intentar responder a la pregunta: ¿la conciencia, el lenguaje y la inteligencia son un fruto de la cultura o están estampados genéticamente en los circuitos neuronales?
Sabemos desde hace tiempo que el hombre en estado de naturaleza no existió más que en la imaginación de los filósofos y naturalistas ilustrados. Y podemos sospechar que el hombre neuronal desnudo tampoco existe: un cerebro humano en estado de naturaleza es una ficción. Es comprensible y muy positivo que desde el principio la década del cerebro quedase marcada por un fuerte rechazo del dualismo cartesiano. Gerald Edelman, uno de los más inteligentes neurocientíficos actuales, abre su libro sobre el tema de la mente con una crítica a la idea de una sustancia pensante (res cogitans) separada del cuerpo, formulada por Descartes. Pero el asunto se enturbió cuando el rechazo a las sustancias pensantes metafísicas se convirtió en una ceguera ante los procesos culturales y sociales, que son ciertamente extraacorpóreos.
Con esta inquietud en la mente, al finalizar la década del cerebro leí el inteligente balance hecho por Stevan Hartad (“No easy way out”) de los intentos por desvelar el misterio de la conciencia y de las funciones mentales complejas. De este trabajo se desprende que la década del cerebro avanzó en la explicación de algunos aspectos del funcionamiento neuronal, pero dejó en la oscuridad el problema de la conciencia.
Este balance me estimuló poderosamente, y me hizo pensar que la neurobiología había hecho a un lado aspectos fundamentales sin los cuales parecería difícil avanzar.
La conciencia en otra parte
Mi primera impresión fue la siguiente: los neurobiólogos están buscando desesperadamente en la estructura funcional del cerebro humano algo, la conciencia, que podría encontrarse en otra parte. Quiero recordar que uso el término conciencia para referirme a la autoconciencia o conciencia de ser consciente. Ante esta búsqueda supuse que un médico renacentista pensaría que el sentimiento de constituir una partícula individual única podría ser parte de la angustia producida por una función defectuosa de los impulsos neumáticos en los ventrículos cerebrales que impediría comprender el lugar del hombre en la Creación. La conciencia no solamente radicaría en el funcionamiento del cerebro, sino además (y acaso principalmente) en el sufrimiento de una disfunción.
Se dice que un motor o una máquina neumática (como el cerebro en que pensaba la medicina galénica, animado por el pneuma) “sufre” cuando se aplica a una tarea superior a sus fuerzas. El resultado es que se para. Como experimento mental, supongamos que ese motor neumático es un “cerebro en estado de naturaleza” enfrentado a resolver un problema que está más allá de su capacidad. Este motor neumático está sometido a un “sufrimiento”.
Ahora supongamos que este cerebro neumático abandona su estado de naturaleza, y no se apaga ni se para como le ocurriría a un motor limitado a usar únicamente sus recursos “naturales”. En lugar de detenerse y quedarse estacionado en su condición natural, este hipotético motor neuronal genera una prótesis mental para sobrevivir a pesar del intenso sufrimiento. Esta prótesis ni tiene un carácter somático, pero sustituye las funciones somáticas debilitadas.
Hay que señalar de inmediato que es necesario reprimir los impulsos cartesianos de un médico del siglo XVII: estas prótesis extrasomáticas no son sustancias pensantes apartadas del cuerpo, ni energías sobrenaturales y metafísicas, ni programas informáticos que pueden separarse del cuerpo como la sonrisa de Cheshire. La prótesis es en realidad una red cultural y social de mecanismos extrasomáticos estrechamente vinculada al cerebro. Por supuesto, esta búsqueda debe tratar de encontrar algunos mecanismos cerebrales que puedan conectarse con los elementos extracorporales.
Prótesis cultural
Regresemos a nuestro experimento mental. Tendremos que tratar de explicar por qué un ser humano (o protohumano) enfrentado a un importante reto –como puede ser un cambio de hábita-, y al sentir por ello un agudo sufrimiento, a diferencia de lo que le ocurriría a un motor (o a una mosca), genera una poderosa conciencia individual en lugar de quedar paralizado o muerto.
En su origen esta conciencia es una prótesis cultural (de manera principal el habla y el uso de símbolos) que, asociada al empleo de herramientas, permite la sobrevivencia en un mundo que se ha vuelto excesivamente hostil y difícil. Los circuitos de las emociones angustiosas generadas por la dificultad de sobrevivir pasan por los espacios extrasomáticos de las prótesis culturales, pero los circuitos neuronales a los que se conectan se percatan de la “exterioridad” o “extrañeza” de estos canales simbólicos y lingüísticos. Hay que subrayar que, vista desde esta perspectiva, la conciencia no radica en el percatarse de que hay un mundo exterior (un hábitat), sino en que una porción de ese contorno externo “funciona” como si fuese parte de los circuitos neuronales.
Para decirlo de otra manera: la incapacidad y disfuncionalidad del circuito somático cerebral son compensadas por funcionalidades y capacidades de índole cultural. El misterio se halla en que el circuito neuronal es sensible al hecho de que es incompleto y de que necesita de un suplemento externo. Esta sensibilidad es parte de la conciencia.
Uno de los mejores investigadores reseñados por Hartad, Antonio Damasio, insiste en la división entre el medio interior, precursor del yo individual, y su contorno exterior. Es posible que esta creencia, profundamente arraigada entre los neurobiólogos, sea un obstáculo para avanzar en la comprensión de las bases fisiológicas de la conciencia humana.
Circuitos externos
Consideremos una idea diferente: la conciencia surgiría de la capacidad cerebral de reconocer la continuación de un proceso interno en circuitos externos ubicados en el contorno. Es como si una parte del metabolismo digestivo y sanguíneo ocurriese artificialmente fuera de nosotros. Podríamos contemplar, plastificadas, nuestras tripas y nuestras venas enganchadas a un sistema portátil de prótesis impulsadas por sistemas cibernéticos programados.
Esto ocurre en los cyborgs de la ciencia-ficción y en los experimentos realizados en primates, los cuales, gracias a un electrodo implantado, han logrado controlar mentalmente una conexión cerebro-máquina para mover a distancia un brazo robot. En cambio, estamos acostumbrados a estar rodeados de prótesis que nos ayudan a memorizar, a calcular e incluso a codificar nuestras emociones.
Al respecto, otro de los libros con que se cierra la década del cerebro, del filósofo Colin McGinn, usa una imagen que me parece muy importante, aunque la desaprovecha lamentablemente. En su argumentación para demostrar que el cerebro humano es incapaz de encontrar una solución al problema de la conciencia, McGinn imagina un organismo cuyo cerebro, en lugar de estar oculto dentro del cráneo, está distribuido fuera de su cuerpo como una piel.
Se trata del exocerebro, similar al exoesqueleto de los insectos o de los crustáceos. El hecho de que esté expuesto al exterior no hace que este pellejo pensante sea más fácil de entender cuando, por ejemplo, este organismo tiene la experiencia del rojo.
El carácter “privado” de la conciencia, dice McGinn, no tiene nada que ver con el hecho de que nuestro cerebro se encuentra oculto: la experiencia del color rojo en todos los casos se encuentra enterrada en una interioridad completamente inaccesible. El error de McGinn consiste en creer que la conciencia está sepultada en la interioridad.
Exocerebro cultural
Si suponemos que la extraña criatura dotada de una epidermis neuronal es capaz de colorear su vientre cuando piensa en rojo, y otros organismos de la misma especie lo pueden contemplar e identificar, entonces nos acercamos a nuestra realidad: el exocerebro cultural del que estamos dotados realmente se pone rojo cuando dibujamos nuestras experiencias con tintas y pinturas de ese color.
Hay que decir que la idea de un cerebro externo fue esbozada originalmente por Santiago Ramón y Cajal, quien al comprobar la extraordinaria y precisa selectividad de las redes neuronales en la retina, consideró a éstas como un cerebro simple, colocado fuera del cráneo.
Yo quiero recuperar la imagen del exocerebro para aludir a los circuitos extrasomáticos de carácter simbólico. Se ha hablado de los diferentes sistemas cerebrales: el sistema reptílico, el sistema límbico y el neocórtex. (El autor se refiere a las ideas de Paul D. McLean, A triune concep of brain and behaviour. Se refiere a tres tipos de cerebro: reptílico, paleomamífero y neomamífero). Creo que podemos agregar un cuarto nivel: el exocerebro.
Para explicar y complementar la idea, me gustaría hacer aquí un paralelismo inspirado en la ingeniería biomédica, que construye sistemas de sustitución sensorial para ciegos, sordos y otros discapacitados. La plasticidad neuronal permite que el cerebro se adapte y construya en diferentes áreas los circuitos que funcionan con deficiencias.
Si trasladamos al exocerebro este enfoque, podemos suponer que importantes deficiencias o carencias del sistema de codificación y clasificación, surgidas a raíz de un cambio ambiental o de mutaciones que afectan seriamente algunos sentidos (olfato, oído), auspiciaron en ciertos homínidos su substitución por la actividad de otras regiones cerebrales (áreas de Broca y Wernicke) estrechamente ligadas a sistemas culturales de codificación simbólica y lingüística.
La nueva condición presenta un problema: la actividad neuronal sustitutiva no se entiende sin la prótesis cultural correspondiente. Esta prótesis puede definirse como un sistema simbólico de sustitución que tendría su origen en un conjunto de mecanismos compensatorios que remplazan a aquellos que se han deteriorado o que sufren deficiencias ante un medio ambiente muy distinto.
Mi hipótesis supone que ciertas regiones del cerebro humano adquieren genéticamente una dependencia neurofisiológica del sistema simbólico de sustitución. Este sistema, obviamente, se trasmite por mecanismos culturales y sociales. Es como si el cerebro necesitase la energía de circuitos externos para sintetizar y degradar sustancias simbólicas e imaginarias, en un peculiar proceso anabólico y catabólico.
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